Mostramos imágenes (realizadas por Google Maps en septiembre de 2008) de la calle Cristóbal Colón, en Burguillos.
La historia de Colón ha sido contemplada no como la de un simple mortal, sino como la de un mitológico semidiós capaz de gestas extraordinarias. Porque su empresa es, por antonomasia, uno de los acontecimientos trascendentales de la Historia de la Humanidad. Nadie pondrá en duda que el viaje de las tres carabelas es la primera de las palancas en la trasformación de la Historia mundial que se llama tránsito a la Edad Moderna.
Como además hay en la trayectoria vital de Cristóbal Colón multitud de puntos oscuros y su misma propuesta descubridora está signada por el misterio —a pesar de que su hijo Hernando tratara de establecer una explicación satisfactoria a la génesis del proyecto—, no tiene nada de particular que en torno al gran navegante, a su figura y sus obras se hayan multiplicado las polémicas. Ya en la Historia de las Indias, Bartolomé de las Casas afirma que sólo se sabe con seguridad que el marino ligur procedió como si él poseyera la llave de un cofre de cuyo contenido sólo Dios sabía la verdad.
Como contrapunto de aquellas oscuridades, cabe recordar que el gran navegante no fue sólo un hombre de personalidad gigantesca en sus hechos e ideaciones, fue al mismo tiempo un expositor caudaloso y de fuerza extraordinaria del proceso que impulsó y presidió. Sobre ciertos puntos capitales, su palabra es la única que queda de amplio y verdadero valor informativo. Sus subordinados e interlocutores, aquellos que con él tuvieron conversación amigable o antagónica, no nos han dejado nada que sea comparable a los escritos del Descubridor. Y los personajes de autoridad superior a la suya, es decir, los Reyes Católicos, guardaron una mayestática y lacónica compostura al manifestar algo que no fuesen elogios para “su” almirante, a excepción de aquel dramático momento en el que decidieron sustituirle como virrey-gobernador. Además, de puño y letra del Descubridor conservamos unas apostillas en las márgenes de dos códices que fueron su aliento estudioso como proyectista del Gran Viaje: los Tratados del cardenal de Ailly y la Historia rerum del papa Pío II.
Pero es en la Historia del Almirante, escrita por su hijo natural Hernando Colón, donde se nos brinda el mayor número de precisiones acerca del itinerario vital del personaje, salvo que toda la obra, concebida conforme al canon hagiográfico, no es otra cosa que un tributo devoto a la memoria del gran navegante.
Orígenes Colombinos y sus Navegaciones Mediterráneas: De modo que el primero de los esfuerzos apologéticos de Hernando fue el relativo a la cuna paterna.
De cualquier manera, las cortinas de humo que tiende Hernando sobre sus abuelos no dejan de apuntar a Génova como asiento de los Colombo. Pero a las presunciones nobiliarias de una familia con títulos —almirante— parejos a los de los Enríquez y que ha enlazado en la persona del segundo almirante Diego, con la Casa de Alba mal le convenían los perfumes de queso, vino y taller de lana que acompañaban a los hijos de Domenico Colombo. No es eso todo, Hernando intentaba además garantizar la formación intelectual del primer almirante Colón, de ahí que haga cursar a su padre, en Pavía, unos estudios de los cuales nadie haya tenido noticia hasta ahora. Y lo que es más, que reaccione con virulencia contra los cronistas genoveses que impusieron a don Cristóbal la nota infamante de sujeto obligado en su juventud a laborar con sus propias manos.
Al cobijo de las brumas hernandinas se abrió, pues, paso la primera polémica. Los suelos que se disputaron ser cuna de Cristóbal Colón fueron múltiples.
Pero para los efectos biográficos y de interpretación, dos han sido los principales contendientes: de un lado, Italia —claro es—, a cuyo favor militan todas las noticias dignas de crédito, y de otra parte, España, donde el tránsito de patriotismo a patrioterismos más emotivos que razonantes “exigió” completar la gloria española del descubrimiento, haciendo español a su protagonista. Ahora bien; el primer requisito para españolizar al Descubridor es el de descalificar como pura superchería las fuentes más próximas a la vida del almirante.
Fueron muchos los estudiosos que trataron de buscar a Colón cunas en la Península Ibérica. Galicia, Extremadura y Cataluña, entre otras regiones españolas, se disputaron el honor de contar entre sus naturales a tan eminente personaje. También en el debe de las ocultaciones de Hernando hay que anotar el empeño de Salvador de Madariaga por radicar a Colón en el seno de una familia judeoconversa.
Frente a esas pretensiones se alza un argumento incontestable: los testimonios de la época —incluido el del propio Descubridor en el documento fundacional del mayorazgo a favor de su hijo Diego— son unánimes a la hora de fijar en Génova el solar de los Colombo. Además, investigadores genoveses han probado fehacientemente que el almirante fue hijo de Doménico Colombo y de Susana Fontanarosso (Fontanarrubea), pertenecientes ambos a familias ligures dedicadas a la fabricación textil, padres, igualmente, de Bartolomeo y Giacomo. La opinión más generalizada es que el futuro almirante vino al mundo en 1451.
Ya se ha dicho que Hernando, en su afán de hacer del almirante un profundo conocedor de astrología, cosmografía, geometría y navegación, le hace cursar estudios en Pavía, pero ni en aquella universidad se impartían esas disciplinas, ni en sus registros queda huella del paso de Cristóbal.
Lo que se sabe a ciencia cierta es que el futuro descubridor pasó su juventud en la costa ligur, navegando desde muy joven por aquellos mares —como él mismo refiere en carta a los Reyes Católicos— al tiempo que atendía los negocios de su padre.
Muy probablemente entre los años 1470 y 1472 se dedicó a actividades corsarias al servicio de la Casa de Anjou y en contra, por lo tanto, de los intereses que Aragón tenía en Italia, más concretamente en Nápoles. Estas correrías pudieran haber contribuido también a la política de ocultamientos familiares aplicada por los Colón.
Colón en Portugal y el Proyecto Colombino de Descubrimiento: Igualmente se sabe con seguridad que en la primavera de 1477 el futuro almirante estaba en Portugal. Al año siguiente aparece como agente de la casa genovesa Centurione comprando azúcar en Madera. Algo más tarde, en el verano de 1479, se encuentra en su Génova natal, de cuyo puerto salió rumbo a Lisboa el 26 de agosto de ese año.
Por estas fechas hay que situar su matrimonio con Felipa Moniz de Perestrello, hija de Bartolomé Perestrello, capitán donatario de la isla de Porto Santo (del archipiélago de Madeira), y de su segunda esposa, Isabel Moniz, emparentada con la casa real de Braganza. Entre 1480 y 1482, en la isla de Porto Santo, nació Diego, hijo primogénito del marino ligur y heredero de sus títulos.
Entre esos años y 1484 la vida de Cristóbal transcurrió en el Atlántico, en viajes a Guinea —concretamente estuvo en el fuerte de San Jorge da Mina—, e incluso más al sur.
En 1484 Cristóbal Colón ha madurado su proyecto de Gran Viaje y está en disposición de proponerlo a los príncipes europeos.
La originalidad del proyecto del inventor genovés estribaba en un doble postulado consistente en afirmar, de una parte, la existencia de tierras, ignotas y pobladas, muy extensas a Poniente, alcanzables por el salto de un velero y que esas tierras estaban ligadas al Asia conocida. Ahora bien, esos postulados eran inaceptables para los saberes teóricos e incluso para las experiencias más avanzadas de su época. O dicho en otros términos, eran absurdas para todo aquel que no hubiese hecho una reducción del globo terráqueo tan radical como la que practicó Colón, con osadía ignorante del verdadero valor del grado de meridiano y frente a autoridades venerandas que se remontaban a Eratóstenes. Fue en el texto del profeta Esdras —no admitido como tal en el canon de la Iglesia— donde Colón encontró el único dato de aproximación métrica a la anchura del Océano que pueda servir a la ilusión de cruzar directamente de Europa hasta el fin del Oriente en una singladura sin escalas intermedias. Y se explica así el amplio ejercicio de pluma que el proyectista Colón dedicó en sus apostillas al seudoprofeta, para quien la relación existente entre la extensión de las aguas y la de las tierras emersas es de 1 a 6.
Es cierto que asimismo el sabio polígrafo florentino Paolo del Pozzo Toscanelli, por esas mismas fechas, concebía la existencia de un océano único y apuntaba la posibilidad de alcanzar el Cipango (Japón) de Marco Polo navegando desde Lisboa, pero lo hacía gracias a la existencia de la isla Antilia que, según sus cálculos, distaba 625 leguas de la gran isla de Cipango. Igualmente, hay que hacer notar que, desde la segunda mitad del siglo XV, los portugueses habían buscado hacia Poniente, con incansable denuedo, esa isla u otras míticas —como la de las Siete Ciudades—, pero lo cierto es que ni habían sido vislumbradas, ni se sabía a qué latitud podían encontrarse.
En resumen, los cálculos más optimistas con respecto a la anchura del Océano —los Toscanelli que situaban el Catay (China) distante no menos de 1.600 leguas de los finisterres de Occidente, y Cipango del orden de 1.200— requerían de forma imperiosa contar con un eslabón intermedio para alcanzar las Indias conocidas, ya que no pasaba de 800 leguas el límite sensato que debía imponerse a un internamiento oceánico hacia el Ocaso. Por consiguiente, la clave del proyecto de alcanzar los ámbitos conocidos de Oriente navegando hacia Occidente estaba en ese eslabón de tierras intermedio. Sólo que, como lo constituía un rosario de islas, en exclusiva podía realizar el proyecto la persona poseedora del secreto relativo a la latitud precisa en que se encontraban las susodichas islas.
Pero, como se ha señalado arriba, la originalidad de Colón estaba en asegurar un viaje cuyas metas escalonadas se ofrecen diáfanas a través de todos los datos que existen: unas islas situadas a cuatrocientas leguas al oeste de las Canarias; una tierra continental incógnita aunque al mismo tiempo y sin duda alguna es tierra “indiana” y que debe salir al paso de las carabelas por aquel mismo rumbo y latitud, a distancia entre 700 y 800 leguas del mismo archipiélago Afortunado y, arrumbada hacia el noroeste, la tierra firme del Catay y al sur de ella el inmenso seno de los Seres y los Sinas. Es de notar la diferencia en las distancias entre las propuestas toscanellianas y las colombinas, pero además cabe advertir que aquel estribo mágico de las tesis de la época —el de la Antilia y Siete Ciudades— se ha convertido en la ideación del genovés en archipiélago de “entrada a las Indias”.
Naturalmente, para garantizar el éxito de su empresa el inventor genovés debía mantener en secreto, hasta el final y a ultranza, el paralelo por el que se iban a conducir sus singladuras.
Colón y el Predescubrimiento: Ahora bien, dadas las diferencias entre la propuesta colombina y las previsiones de Toscanelli, cabe preguntarse de dónde ha sacado el reflexivo genovés las determinaciones tanto sobre la distancia y el carácter de esas islas ciertas como de las otras etapas. Sólo hay una respuesta racional a esa interrogante: información de personas que para Colón vienen de las Indias. Porque aquella información sí pudieron facilitarla los amerindios llegados al centro del Atlántico, los cuales, procedentes del ámbito Caribe y expresándose en un idioma en el fonema “cani” que es frecuentísimo al final de los vocablos, pueden inducir la imagen de una relación suya con el Magnus Kan. Y aún mucho más en particular, cabe advertir que si aquellos argonautas caribeños fueron mujeres del ámbito insular, denominaron a su propia etnia con el nombre de calliponam, y que sonaría caníbales al oído europeo. En apoyo de esa respuesta, se puede añadir que Colón declara de su puño y letra en una apostilla a la Historia rerum de Pío II, al margen de una noticia relativa a la llegada de indios a Europa en dos ocasiones, que él mismo ha tenido noticia o visión directa de la llegada al ámbito occidental de gente amerindia viajera en sus propias embarcaciones. Esto es, Colón ha afirmado que tenía certidumbres empíricas sobre tierras alcanzables en la latitud de las Canarias.
Pero la resolución de los enigmas del Gran Viaje en clave de providencial encuentro oceánico obliga a repasar, siquiera brevemente, la cuestión del “preconocimiento” de América. Un “preconocimiento” que, negado por Hernando Colón, no mereció la consideración del colombinismo clásico, a pesar de ser de común aceptación entre los coetáneos del marino genovés.
En efecto; por los mentideros de la época circuló una “conseja de marineros”, según la cual Colón debía sus conocimientos a un navegante portugués que le confió su secreto estando en trance de muerte. Cuenta Bartolomé de las Casas que en los parloteos de los veteranos de las Indias se daba por cosa cierta que la empresa de Colón se había cifrado en el conocimiento previo que tuvo de la existencia de las islas antillanas por la confidencia que recibió de un piloto que habiendo sido arrastrado por las tempestades hasta las Antillas, logró después retornar con su gente e ir a dar en la isla de Madera, para morir en brazos de Colón, no sin haberle comunicado antes el gran secreto de su hallazgo. Aquella solución “popular” al misterioso triunfo del navegante no quedó circunscrita a los cotilleos baquianos, sino que circuló cumplidamente por España, como lo acreditan las versiones que sobre el hoy llamado “piloto anónimo” (o “protonauta” de la teoría sostenida por Juan Manzano y Manzano) nos comunican los otros cronistas primeros de las Indias comenzando por Fernández de Oviedo. En rudo contraste con esas seguridades están, en cambio, las circunstancias tan poco verosímiles que postula la explicación: absoluto desconocimiento sobre la personalidad y nombre del piloto en cuestión, por parte de tantos y tan bien enterados del caso; invencible silencio en una tripulación por oportuna y terminante que fuese la “moribundia” con que llegó a Madera; y, en fin, la rareza de este desvelamiento tardío.
Aun así, no cabe ignorar que eran muchos los que pensaban que Colón llevaba en su cofre secretos que un día quiso el océano entreabrir acerca de su otra orilla. También él mismo se presentó siempre como sujeto elegido por la Santísima Trinidad, para “llegar a perfecta inteligencia que podría navegar e ir a las Indias desde España, passando el mar Océano al Poniente”.
De modo que en la invención del ligur se conjugaban causas y datos de orden diverso; pero entre los cuales el dictado profético tenía un desempeño de primerísimo orden, en apoyo de lucubraciones que se reclamaban de lo sacro y de lo maravilloso. Y qué otra cosa podía ser más maravillosa que el logro de certidumbres irrefutables a partir de un conocimiento empírico proporcionado por el encuentro con hombres —o mejor mujeres— llegados de la otra orilla del océano.
A tenor de lo anterior, no puede extrañar que hayan sido cinco las metas de la Gran Travesía señaladas de una forma u otra por la pluma de Colón: la isla de las Amazonas; el archipiélago de la entrada indiana, habitado por gentes desnudas que esperan la voz de Cristo; el Paraíso Terrenal; el Tarsis y el Ofir de las Sagradas Escrituras y el Magnus Kan presidencial en el Catay. Todo ello se desprende del análisis de lo único pero precioso que nos dejó escrito como proyectista estudioso de su Gran Viaje, es decir, las apostillas puestas por él a aquellas dos obras que constituyeron la base de sus conocimientos e ideas ilustrados, la Historia rerum del papa Pío II y los Tratados o Imago Mundi del cardenal Ailly. Y es que, en su ideación, esas Amazonas oceánicas, habitantes de la última de las islas del Archipiélago de entrada a las Indias son identificadas con las antiguas del Caspio y el Ponto. Ellas pueden estar relacionadas en el confín del mundo con un Magnus Kan que domina desde las riberas del Caspio hasta las del océano escítico. Ellas, en fin, siguen efigiando un primitivismo irreductible capaz de ser frontero del Paraíso y a la vez de los emporios urbanos, y que guarda los valores de una vocación hacia la virtud heroica, que espera la hora de su ascenso al nombre cristiano.
Volviendo a la biografía del gran navegante, el primer ofrecimiento lo hizo el año de referencia en Lisboa al rey Juan II de Portugal, el príncipe Perfeito.
El monarca luso no rechazó a Colón, sino que lo entretuvo con el expediente de una Junta consultiva. Es probable que tratara de sonsacarle la única clave que cabía sonsacar: la latitud en la que el inventor haría su internamiento. Porque de lo que no caben dudas es del interés del Perfeito por las cuestiones de la Descubierta antes incluso de acceder al trono en 1481. Sólo que las pretensiones de Colón —las mismas, en esencia, que luego figurarían en las capitulaciones de Santa Fe— le debieron parecer desmedidas. Se sabe que optó por realizar sus propias pesquisas porque, a fin de cuentas, Colón no era sino uno más de los buscadores de islas ciertas pero no encontradas, que proliferaron por aquellos años. Bien es verdad que su plan era más ambicioso, ya que en él la misteriosa isla era sólo la condición indispensable para la Gran Travesía que permitiría alcanzar las costas del Magnus Kan.
Negociaciones en la Corte de Castilla: Al año siguiente, en 1485, Colón, acompañado por su hijo Diego, se instaló en Castilla. Probablemente desembarcara en Palos de la Frontera y, de camino hacia Huelva, pudiera haber tenido ocasión de visitar el monasterio franciscano de La Rábida, donde encontraría los primeros y, de eso no caben dudas, los últimos y definitivos apoyos a la empresa que venía a proponer. Lo que sí está confirmado es que desde el 20 de enero de 1486, día en el que se entrevistó con los monarcas en Alcalá de Henares, el genovés es el formal protegido de los Reyes Católicos y que a partir de ese momento se iniciaron unas negociaciones, largas de seis años, durante las cuales, en varias ocasiones, los monarcas le hicieron llegar estimables cantidades de dinero para su sustento. Además gozó pronto de la simpatía y comprensión de personajes destacados. La nómina es bien conocida: Medinaceli, Quintanilla, el cardenal Mendoza, Santángel, fray Diego Deza, Juan Cabrero y fray Hernando de Talavera.
En ese tiempo en el que Colón se movió en la órbita cortesana, durante una estancia en Córdoba, conoció a Beatriz Enríquez de Arana, una joven huérfana de humilde condición social, con la que nunca llegó a casarse a pesar de ser madre de su segundo hijo, el geógrafo e historiador Hernando Colón.
Ante las demoras que los Católicos van dando al postulante, con excusas de varia índole, éste decidió explorar nuevas posibilidades en otros reinos europeos y el año 1488 envió a su hermano Bartolomé a entrevistarse con Enrique VII de Inglaterra. En aquella corte es visto en el mes de febrero. Tal vez él mismo viajara a Portugal a finales de 1488.
La espera del inventor genovés en la corte de los Católicos, y el tiempo y modo en que se resolvió se han venido explicando por una doble y escalonada causa: primero, la sanción contraria al proyecto colombino emitida por la Junta consultiva; y luego las urgencias de la guerra de Granada, reconocidas como causa dilatoria, en forma solemne por las bulas de Alejandro VI. Pero esa explicación no concuerda con la lógica de unos hechos donde lo que decide en las resoluciones de los Católicos no es desde luego el parecer de la Junta; ni los costes de un par de navíos se nos ofrecen como operación inasequible para Castilla antes de la rendición de Granada. Lo inasequible era entrar en conflicto con Portugal, para mantener lo que se descubriera en ultramar cuando los castellanos mantenían simultáneamente la empresa de Granada y el enfrentamiento con Francia. Por ello, los Católicos tenían que acometer el proyecto, particularmente por lo que se refiere a Portugal, con todas las reservas, o, si se quiere, recurriendo al secretismo más riguroso y simulando que el viaje que les ofrecía el misterioso inventor no les merecía especial interés ni confianza.
En 1491, totalmente desanimado, Cristóbal Colón decidió abandonar Castilla pasando por Huelva, donde residía el matrimonio Muliart, sus cuñados —Miguel Muniart estaba casado con Violante Moniz—. Fue entonces cuando realizó esa visita al monasterio de La Rábida que resultaría trascendental para el futuro de la empresa descubridora. En ella se entrevistó con fray Juan Pérez, confesor de la reina, quien, movido por desconocidos resortes, no dudó en movilizar toda su influencia frente a doña Isabel a fin de vencer las reticencias de la Señora. No se conoce el contenido de la entrevista entre el fraile y la Reina, pero cabe dentro de lo congruente imaginar que fray Juan se presentara ante doña Isabel como poseedor de las claves del proyecto de navegación confiadas a él con las garantías de reserva que ofrece el confesionario.
A partir de ahora el camino se allanó para el genovés que viajó a Santa Fe y fue testigo presencial de la caída de Granada el 2 de enero de 1492. Había comenzado un período de arduas negociaciones con la Corona que sólo culminó el 17 de abril de ese año con la firma de las Capitulaciones de Santa Fe. En esta última fase, el postulante contará con los apoyos de dos aragoneses: Luis de Santángel y Juan Cabrero, fieles servidores del rey Fernando, el primero como escribano de ración y el segundo como camarero.
Gracias a ellos se salvaron las reticencias de la Reina y el marino ligur vio confirmadas sus demandas: El título de almirante de la Mar Océana en todas aquellas tierras que por su industria se descubrieran; igualmente para éstas el nombramiento de virrey y gobernador. También se le reconocía el derecho a cobrar la décima parte de las ganancias del comercio realizado en ese espacio. Al mismo tiempo, podía participar en todas las iniciativas que la corona allí llevase a cabo aportando la octava parte del monto de las mismas y cobrar en idéntica proporción.
El 30 de abril, por una real provisión, los monarcas otorgaron a Colón la merced de transmitir sus oficios —almirante, virrey y gobernador— a sus herederos.
También los reyes le autorizaron a utilizar el Don antepuesto a su nombre desde el momento en que se materializaran los descubrimientos.
El Gran Viaje Descubridor: La firma de las capitulaciones permitió al almirante abordar los asuntos relativos a la preparación del viaje. De esa primera travesía hay dos piezas historiográficas esenciales: el Diario colombino de la expedición, junto con la carta a Santángel, y las noticias que se contienen en los Pleitos. Por ellas, y algún otro documento de carácter administrativo, se sabe que los preparativos se llevaron a cabo en la villa de Palos, condenada por ciertos “deservicios” a armar a su costa dos carabelas y navegar durante dos meses a beneficio de la corona y que se dispusieron tres naves; dos de ellas —la Pinta mandada por Martín Alonso Pinzón y la Niña por Vicente Yáñez Pinzón— eran carabelas andaluzas, mientras que la nao Santa María, la nave capitana, había sido armada en los astilleros del Cantábrico. De igual modo se tiene constancia de que todos los hombres iban a sueldo de la corona que había pagado cuatro meses de anticipo y de que el clima entre capitanes y tripulación era de gran confianza en el almirante que ha debido transmitir a unos y otras sus certidumbres sobre las metas de la travesía. Metas que, como ya se sabe, no eran otras que hallar islas a 400 leguas de las Canarias y tierras indianas a 700 o poco más de ese mismo archipiélago.
Al fin, tras oír misa, se hicieron a la mar el 3 de agosto de ese año. Tocaron en La Gomera para reparar el timón de la Pinta y alcanzaron el mar de los Sargazos el 16 de septiembre. Durante los primeros días de octubre, cuando se habían superado ya las 700 leguas de navegación, el malestar creció entre las tripulaciones que contemplaban cómo la realidad oceánica estaba defraudando las promesas de Colón. Ante la tensa situación, el almirante debió cambiar el rumbo —hasta aquí había navegado siguiendo invariablemente el paralelo de las Canarias— y recurrir a un procedimiento tan escasamente cosmo-matemático como era seguir la dirección que le señalaban las aves viajeras. Ellas y el sentido del honor de los marinos españoles —personificados en los Pinzón y Juan de la Cosa— que accedieron a proseguir la marcha aún tres días más, propiciaron el éxito de la empresa en la que el Descubridor verá, de nuevo, la “mano del Señor que da las victorias”. Lo cierto es que a las dos de la madrugada del viernes 12 de octubre Rodrigo de Triana avistó tierra. Al amanecer llegaron a una isla de las Lucayas (Bahamas) que los indios llamaban Guanahaní y el genovés rebautizó con el nombre de San Salvador. Colón resolvió entonces explorar el archipiélago, decisión que contradice categóricamente que su programa estuviese sometido, en exclusiva, a los dictados de Toscanelli. Pues de haberse atenido a las sugerencias del geógrafo, lo aconsejable hubiera sido continuar hacia poniente en busca de las tierras continentales.
Concluido el reconocimiento de las Bahamas en las que el almirante creyó ver la antesala del mundo paradisíaco, emprendió una travesía en dirección sureste que le permitió alcanzar Cuba o la tierra de Juana en la designación del Descubridor. Allí creyó —bien es cierto que por poco tiempo— encontrarse en el Cipango. Luego supo que se trataba de tierra insular, bien extensa por cierto, distante de la tierra firme —donde él colocó el Imperio del Gran Can por asociación con la voz “cani” que oyó a los nativos— diez jornadas de navegación.
Tras dedicar noviembre a la exploración de Cuba, el 6 de diciembre avistó Haití que bautizó como isla Española. En ella descubrió una sociedad en la que no sólo existían “reyes” (caciques) sino que se comportaba además con un disciplinado sentido de la jerarquía, manifiesto en las formas refinadas del respeto que se tributaba a los superiores. El 25 de diciembre la nao Santa María encalló al norte de la Española; con sus restos se construirá el fuerte de Navidad, donde el almirante dejó un reducido número de sus hombres bajo el mando de Diego de Arana, persona de su confianza.
El 16 de enero se emprendió el regreso.
El periplo por el Caribe, sorprendente en sus derrotas, sólo puede obedecer a la falta de un único norte en el programa colombino e indica que el Inventor se manejaba, en realidad, con tres brújulas: las nociones de la ciencia geográfica relativa a lo conocido; la interpretación que procura hacer de lo que ve y de lo que oye, y su propia construcción ideológica hecha a partir de la información de las indias caribeñas que cruzaron medio atlántico.
El viaje de retorno lo hicieron los dos navíos por separado, de modo que Martín Alonso, capitaneando la Pinta, arribó a Bayona de Galicia tan enfermo que murió a poco. Por su parte, el almirante, a bordo de la Niña, entró en Lisboa el 4 de marzo de 1493. El 13 de ese mismo mes, volvió a hacerse a la mar rumbo a Sevilla, para desembarcar en Palos. Desde allí se dirigió a Barcelona a fin de comunicar personalmente a los monarcas el extraordinario valor de sus hallazgos.
A partir de este momento, el proyecto de los Reyes Católicos con relación a la empresa de las Indias se organiza en torno a dos exigencias irrenunciables: implantar allí una colonización y proseguir el Descubrimiento. A ellas se sumaron muy pronto los apremios del enfrentamiento diplomático con Portugal. Un enfrentamiento que condujo primero a la promulgación de las Bulas de Alejandro VI y luego a la conclusión del tratado de Tordesillas.
El Segundo Viaje: Para atender las exigencias del triple proyecto se organizó una segunda expedición que salió del puerto de Cádiz el miércoles 25 de septiembre de 1493. Se trataba de una armada de cinco naos y doce carabelas en la que se embarcaron labradores del reino de Granada y clérigos, aparte de marineros y soldados. En Canarias la flota cargó cabezas de ganado —becerros, cabras, ovejas, puercos y gallinas—, productos frutícolas —naranjas, limones, melones, etc.— y hortalizas. El cargamento de las naves anunciaba ya cuáles iban a ser las claves del programa colonizador de España en las tierras recién descubiertas. El almirante llevaba además el encargo de proseguir la descubierta. De modo que cuando, tras una travesía de veinte días a partir de la isla del Hierro, llegó el 3 de noviembre al archipiélago de las Pequeñas Antillas se dedicó a su exploración. No será pequeño el balance de lo destapado por el genovés en esta expedición, pues incluye un ámbito que va desde las Pequeñas Antillas hasta la isla de Pinos en Cuba pasando por Boriquen —que llamó de San Juan Bautista—, Jamaica y la costa meridional de la Española. Pero como pronto supo por los indígenas que en las latitudes australes se situaban las riquezas mineras, botánicas y zoológicas más considerables, son de imaginar las ansias que le impulsarían a aquellas tierras del sur. Probablemente el Descubridor mandará ahora naves a confirmar la existencia de los mencionados territorios —como defendió Juan Manzano—, pero tampoco parece imposible que tal conocimiento —al menos en el sentido personal— lo haya adquirido con ocasión de emprender su regreso a España; regreso cuyas singladuras no están demasiado claras.
Sin embargo, frente a los logros del programa descubridor hay que colocar los fracasos de la empresa colonizadora. En la Española —donde Colón encontró arrasado el fuerte de Navidad— se van a fundar entre 1494 y 1496 varias ciudades, entre las que destacan la Isabela y Santo Domingo que pronto se convertirá en capital de las Indias. Pero en la isla la situación es cada vez más grave, al hambre y las enfermedades se sumarán inmediatamente las primeras deserciones de los españoles. Ante tal situación, Colón mandó a la Península a Antonio de Torres con algo de oro e indios para vender en el mercado de esclavos. Los indios se venderán con el consentimiento de los Reyes, aunque poco después, ya bien asesorados, los monarcas revoquen la autorización inicial.
Desde estas primeras experiencias se pone de manifiesto la disparidad de criterios, de finalidad e instrumentación que contraponen a las colonias de signo mercantilista las de signo terrícola. De un lado está el provecho de un tráfico marítimo, que busca inexorablemente el monopolio estatal-colombino y que se basa en la posesión de un enclave de dominio militar-mercantil. Del otro, la instancia que lleva a los grupos a organizar su avance ocupando tierras y trasplantando a ellas cuanto les caracteriza como comunidad cultural y mediante la sujeción o expulsión de los naturales del territorio. Pues bien, Colón representaba el primer modelo, y los españoles —a la cabeza los Reyes— el segundo.
En junio de 1496, Colón está de vuelta de su segundo viaje con cartas de triunfo, sólo que con anterioridad —en noviembre de 1494— han llegado a la Península los desertores de La Española acusando a los Colón de desgobierno y los Reyes han enviado allí a Juan de Aguado con cuatro carabelas, más bastimentos y el encargo de informarse de la situación. De modo que don Cristóbal se verá obligado a explicarse ante los monarcas. Los Reyes Católicos lo recibieron como si no hubiera pasado nada, le confirmaron sus privilegios —el 23 de abril de 1497— y le autorizaron a instituir un mayorazgo en la persona de su hijo mayor Diego. Además sufragaron una tercera expedición pero dando a entender que no era otra cosa sino una última oportunidad de relanzamiento por cuenta oficial de lo que debía alimentarse en adelante de sus propios beneficios.
El Tercer Viaje: Bajo estos presupuestos, se organizó el tercer viaje. El almirante partió de Sanlúcar de Barrameda el 30 de mayo de 1498 con seis navíos, hizo escala primero en la isla de Porto Santo y luego en La Gomera, donde dividió la flota: tres barcos se dirigieron directamente a La Española y otros tres, bajo su mando, prosiguieron la empresa de la Descubierta. Esta vez navegó más al sur, por el paralelo de Sierra Leona. El 31 de julio avistó la primera tierra a la que puso por nombre Trinidad. Resultó ser tierra insular, pero adyacente a otra de enormes proporciones en cuyas profundidades, a tenor de la grandeza de los cursos de agua que desembocaban en el mar, el Descubridor supuso se encontraba el Paraíso Terrenal. Había alcanzado, por tanto, suelo asiático. Dedicó los primeros días de agosto a recorrer aquella costa que el llamó de las Perlas y que era el golfo de Paria en la desembocadura del Orinoco. El marino ligur había culminado una nueva hazaña: el hallazgo de un “cielo nuevo y mundo” —como dirá en carta a Sus Altezas— enteramente ignoto al europeo. Pero para él significaba algo más, porque esa hazaña al estar inscrita potencialmente en su “invención” del Fin del mundo, y atenerse a la métrica de Esdras, le confirmaba en sus presunciones de ser encarnación de las promesas isaíacas.
Con muy distinto semblante se presentó el asunto de La Española, porque durante la ausencia de don Cristóbal, se habían sentado en la colonia las bases de una escisión —la rebeldía de Francisco Roldán contra la autoridad del adelantado Bartolomé Colón— que amenazó con convertirse de un día para otro en guerra civil. En las exigencias de Roldán frente al adelantado se dieron la mano los dos motivos mayores para acusar de inhumana y tiránica la construcción factorial de los Colón; es a saber, el requerimiento de que se les asignaran tierras en las que asentarse y mantenerse y el de poner fin a la guerra contra los indios. Ante esta situación el almirante cometió tres grandes errores: describió a los Reyes la situación como un peligro para la soberanía, por lo que debía ser saneada a sangre y fuego; retuvo las pagas de los asalariados en la medida en que le pareció bien y siguió enviando cargamentos de indios esclavos cuando ya Sus Altezas habían decidido someter a examen jurídico-teológico la legitimidad de aquel trato.
En respuesta al conflicto, los Católicos enviaron a La Española a Francisco de Bobadilla con el título de juez pesquisidor. En agosto de 1500 llegó Bobadilla a Santo Domingo y un mes después, ante la resistencia de los Colón a aceptar su autoridad, tomó una medida que a muchos pareció excesiva: aherrojar a los tres hermanos y mandarlos de vuelta a España. Y aunque los Reyes desencadenaron al almirante con muestras de afecto, es el caso que no lo restituyeron en la gobernación de las Indias.
A la larga, pues, lo trascendental no fueron los hierros bobadillanos, sino la decisión inamovible de los Católicos de dar por prescritas las Capitulaciones de Santa Fe como compromiso intocable. Y es que igual que la contextura moral de Colón se puso pronto en contraste con la de la hueste española a sus órdenes, sus proyectos colonizadores terminaron por entrar en conflicto con los de los Reyes que auspiciaron sus empresas.
Hasta que vuelva a hacerse a la mar en mayo de 1502, para emprender el cuarto viaje, Cristóbal Colón permanecerá en España dedicado, probablemente, a escribir el Libro de las Profecías. Si las apostillas nos abren ventanas insustituibles a la invención del Gran Viaje, esa compilación profética constituye una larga oración declaratoria sobre por qué el almirante se firma Cristóferens. Un Cristóferens que ahora se propone enlazar en un todo argumental sus promesas primeras, sus realizaciones y su destino futuro.
El Cuarto Viaje Colombino o Alto Viaje: Por lo que se refiere a la cuarta travesía, la que él califica de Alto Viaje, un relato de Colón —la célebre Carta de Jamaica— nos brinda la versión más directa, apasionada y apasionante que se pueda imaginar. Colón partió del puerto de Cádiz el 11 de mayo de 1502 con cuatro navíos y la compañía de su hermano Bartolomé y su hijo Hernando que tenía por entonces trece años. Fue ésta la travesía más rápida de cuantas hizo, pues tras abastecerse en Maspalomas, llegaba a la entrada de las Indias el 15 de junio. Ya en tierras americanas, una serie de circunstancias le aconsejaron, en contra de su primer proyecto, encaminarse a La Española. Una vez allí y ante las evidencias de la proximidad de un gran huracán, pidió autorización para fondear en puerto, al tiempo que recomendaba retrasar el retorno a España de la flota en la que regresaba Francisco de Bobadilla —sustituido en el cargo de gobernador por frey Nicolás de Ovando recién llegado—. Ni se le concedió el permiso ni se le aceptó el consejo y las consecuencias fueron dramáticas al menos para la flota: se hundieron en torno a veinticinco buques, se ahogaron más de quinientos hombres y se perdieron más de cien mil castellanos de oro de la Corona. Los Colón, por el contrario, salvaron sus cuatro navíos.
Don Cristóbal pudo así zarpar el 14 de julio en dirección a Centroamérica. A finales de mes, fondeaba en Punta Caxinas (Honduras). Desde aquí, con enormes dificultades por el viento en contra, siguió costeando en dirección Este hasta alcanzar un punto en que el litoral giraba bruscamente hacia el sur y que él llamó cabo de Gracias a Dios. Prosiguió la descubierta ahora ya en condiciones de navegación algo más favorables y dedicó los meses que quedaban del año a recorrer las costas de Nicaragua, Costa Rica y Panamá. Con todo no faltaron las dificultades derivadas, esta vez, del clima y las resistencias indígenas. Todavía continuará explorando estas costas hasta que el día de Pascua (16 de abril de 1503), decidió el regreso a España sin haber encontrado lo que tan afanosamente buscaba: el estrecho que, en su ideación, separaba las tierras continentales encontradas al sur, en viajes anteriores, y éstas situadas al norte.
El camino de vuelta no será menos azaroso. Al almirante sólo le quedaban dos navíos y con ellos llegó a Jamaica el 24 de junio. Pero es allí donde aún le esperaban las mayores penalidades del viaje. En efecto, tratando de solucionar los problemas de aguada, encallaron los susodichos barcos sin que sirvieran de nada todos los esfuerzos para reflotarlos. Ante lo apurado de la situación no se encontró más salida que enviar dos canoas a Santo Domingo en busca de auxilio. Lograrán su propósito de alcanzar La Española tras superar graves inconvenientes, pero tardaron meses en poder adquirir un navío que cargado de pertrechos fuera a rescatar a los náufragos de Jamaica. Durante el tiempo de espera, Colón, por su parte, debió vencer reveses tales como una rebelión de españoles, resistencias indígenas, enfermedades y falta de bastimentos.
Al fin, el 28 de junio de 1504 —cuando ya se había cumplido un año de su llegada— pudo el almirante abandonar la isla de Jamaica. Puso rumbo a Santo Domingo, donde permaneció algún tiempo y el 12 de septiembre salió con dirección a España. No sin enfrentarse a nuevos retos, llegó a Sanlúcar de Barrameda el 7 de noviembre de 1504.
Una vez de regreso en España, y gravemente enfermo, Colón tuvo tiempo aún de escribir a amigos y valedores, y dirigirse a los Reyes. En primer lugar, se entrevistó con don Fernando en Segovia, pues la Reina había fallecido a poco de desembarcar él. En segundo lugar, escribió a los nuevos reyes, doña Juana y Felipe el Hermoso, en la pretensión de recuperar sus derechos. Aunque don Cristóbal reclamaba a la Corona sumas abultadísimas —las que correspondía al “tercio, décimo y ochavo” —, no es cierto, de ninguna manera, que estuviera en la pobreza, ni menos aún en la marginación social. El vertiginoso ascenso de la familia llevó al segundo almirante a enlazar con la Casa de Alba en un matrimonio que estaba procurando en estos meses el rey Fernando.
Y, tras redactar un nuevo testamento el 19 de mayo de 1506 y recibir los últimos sacramentos, el Descubridor murió en Valladolid al día siguiente, siendo enterrado en el monasterio de San Francisco de esa ciudad.
Poco tiempo permanecieron sus restos en Valladolid, porque en 1509 fueron trasladados al monasterio sevillano de Santa María de las Cuevas. A partir de estas certidumbres, las polémicas que acompañaron a Colón en vida vuelven a encenderse, ahora con relación a sus restos mortales, pues hay historiadores que admiten un traslado de los cuerpos de los dos primeros almirantes a la Española en 1544 y otros que se inclinan a pensar que el proyecto de enterramiento en la catedral de Santo Domingo nunca llegó a realizarse. Pero de lo que no hay duda es de que en diciembre de 1795 se exhumaron unos huesos atribuidos a don Cristóbal de su sepultura dominicana y se trasladaron a Cuba, adonde llegaron el 5 de enero de 1796. Algo más tarde, en diciembre de 1898, los susodichos huesos volvieron a España para ser depositados en la catedral de Sevilla. Pero hay más; en 1877, se descubrió en el presbiterio de la catedral de Santo Domingo una urna de plomo con una inscripción que se interpretó como alusiva al primer almirante. Así pues, sus restos mortales, convertidos en especie de símbolo de un destino cruzado por el misterio, vendrían con el tiempo a ser disputados, como lo son, por los sepulcros catedralicios nada menos que de Sevilla y Santo Domingo (Juan Pérez de Tudela y Bueso, en Biografías de la Real Academia de la Historia].
La calle Cristóbal Colón está situada en el barrio de La Ermita. Es una calle peatonal, que va de la calle Manuel de Marcos, a la plaza del Doctor Fleming, y tiene una longitud de 80 metros aproximadamente, enlosada y alumbrada por farolas funcionales. Está conformada por pocas viviendas unifamiliares de autoconstrucción de una y dos plantas en altura, formando parte de una zona residencial.
La calle Cristóbal Colón es, históricamente, una vía relativamente antigua en el callejero burguillero, puesto que fue creada en la segunda mitad del siglo XX con el crecimiento del barrio de La Ermita.
La calle Cristóbal Colón es, históricamente, una vía relativamente antigua en el callejero burguillero, puesto que fue creada en la segunda mitad del siglo XX con el crecimiento del barrio de La Ermita.
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