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lunes, 29 de marzo de 2021

Historia: La Semana Santa en el Burguillos del siglo XIX

Mostramos en Historia de Burguillos, una pequeña reseña de lo que fue la Semana Santa de nuestro pueblo en el siglo XIX (de la que desgraciadamente no ha pervivido nada), aprovechando que hoy, 29 de marzo, es Lunes Santo. 
   Y que mejor día que hoy, para reseñar cómo era la Semana Santa de Burguillos en el siglo XIX.
   La Semana Mayor comenzaba el Domingo de Ramos con la procesión de palmas por el exterior de la Iglesia Parroquial; este mismo día la Hermandad de la Santa Vera-Cruz realizaba el Cabildo General de Salida en el que se decidían los portadores de las insignias y demás puestos para la salida procesional.
   El Jueves Santo, tras las Oficios, tenía lugar la Salida procesional de la Hermandad de la Santa Vera-Cruz (lamentablemente desaparecida) con un cortejo iniciado por la Cruz Verde a modo de cruz de guía y compuesto también por la Bandera Verde, entre otras insignias y presididos por el Santísimo Cristo de la Vera-Cruz, el primero de los pasos, y la Santísima Virgen (del que desconocemos su títulación) en su paso de palio.

   El Viernes Santo, tras los Oficios, tenía lugar, a partir de 1802, la salida procesional de la Hermandad de Nuestra Señora del Rosario, en la llamada Procesión de Soledad, para lo cual se le despojaba del Niño Jesús que habitualmente porta en su brazo izquierdo. Para ello Nuestra Señora del Rosario disponía de un completo ajuar de signo penitencial, con saya, manto y paso de palio acordes con la ocasión. De dicho ajuar, lamentablemente, sólo nos ha llegado un Corazón con los Siete Puñales, de plata, que acentúan su condición de dolorosa. Además, a partir de 1811, a la Virgen del Rosario, en su procesión de Soledad, le antecedía el Santísimo Cristo del Voto, tras ser depositado en la Iglesia de San Cristóbal, procedente del Convento de Sancti Spíritus del Monte existente en el término municipal de Burguillos, al ser desamortizado.
   Finalmente, el Domingo de Resurrección, una vez celebrada la Solemne Eucaristía más importante del calendario litúrgico, tenía lugar la salida procesional conjunta de las Hermandades de la Santa Vera-Cruz y de la Hermandad de la Virgen del Rosario, en la que jubilosamente se celebraba la Pascua de Resurrección, y con la particularidad de que también salía procesionalmente el Dulce Nombre de Jesús (la talla del Niño Jesús que corona el retablo de la Virgen del Rosario), a modo de procesión del Niño Perdido (como la que actualmente se celebra en el vecino pueblo de Guillena), con un ajuar procesional diferente al del Viernes Santo.
   Todos esta reseña es un extracto de los datos que podemos encontrar al visionar tanto el archivo parroquial, como el de la Hermandad de Nuestra Señora del Rosario.

lunes, 22 de marzo de 2021

Callejero de Burguillos: La calle Cristóbal Colón

 Mostramos imágenes (realizadas por Google Maps en septiembre de 2008) de la calle Cristóbal Colón, en Burguillos.

   La calle (desde el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en la población histórica y en los sectores urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las edificaciones colindantes entre si. En cambio, en los sectores de periferia donde predomina la edificación abierta, constituida por bloques exentos, la calle, como ámbito lineal de relación, se pierde, y el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos) está dedicada a Cristóbal Colón (1451-1506), descubridor del Nuevo Mundo en 1492, primer almirante, virrey y gobernador de las Indias.
   La historia de Colón ha sido contemplada no como la de un simple mortal, sino como la de un mitológico semidiós capaz de gestas extraordinarias. Porque su empresa es, por antonomasia, uno de los acontecimientos trascendentales de la Historia de la Humanidad. Nadie pondrá en duda que el viaje de las tres carabelas es la primera de las palancas en la trasformación de la Historia mundial que se llama tránsito a la Edad Moderna.
   Como además hay en la trayectoria vital de Cristóbal Colón multitud de puntos oscuros y su misma propuesta descubridora está signada por el misterio —a pesar de que su hijo Hernando tratara de establecer una explicación satisfactoria a la génesis del proyecto—, no tiene nada de particular que en torno al gran navegante, a su figura y sus obras se hayan multiplicado las polémicas. Ya en la Historia de las Indias, Bartolomé de las Casas afirma que sólo se sabe con seguridad que el marino ligur procedió como si él poseyera la llave de un cofre de cuyo contenido sólo Dios sabía la verdad.
   Como contrapunto de aquellas oscuridades, cabe recordar que el gran navegante no fue sólo un hombre de personalidad gigantesca en sus hechos e ideaciones, fue al mismo tiempo un expositor caudaloso y de fuerza extraordinaria del proceso que impulsó y presidió. Sobre ciertos puntos capitales, su palabra es la única que queda de amplio y verdadero valor informativo. Sus subordinados e interlocutores, aquellos que con él tuvieron conversación amigable o antagónica, no nos han dejado nada que sea comparable a los escritos del Descubridor. Y los personajes de autoridad superior a la suya, es decir, los Reyes Católicos, guardaron una mayestática y lacónica compostura al manifestar algo que no fuesen elogios para “su” almirante, a excepción de aquel dramático momento en el que decidieron sustituirle como virrey-gobernador. Además, de puño y letra del Descubridor conservamos unas apostillas en las márgenes de dos códices que fueron su aliento estudioso como proyectista del Gran Viaje: los Tratados del cardenal de Ailly y la Historia rerum del papa Pío II.

   Pero es en la Historia del Almirante, escrita por su hijo natural Hernando Colón, donde se nos brinda el mayor número de precisiones acerca del itinerario vital del personaje, salvo que toda la obra, concebida conforme al canon hagiográfico, no es otra cosa que un tributo devoto a la memoria del gran navegante.
   Orígenes Colombinos y sus Navegaciones Mediterráneas: De modo que el primero de los esfuerzos apologéticos de Hernando fue el relativo a la cuna paterna.
   De cualquier manera, las cortinas de humo que tiende Hernando sobre sus abuelos no dejan de apuntar a Génova como asiento de los Colombo. Pero a las presunciones nobiliarias de una familia con títulos —almirante— parejos a los de los Enríquez y que ha enlazado en la persona del segundo almirante Diego, con la Casa de Alba mal le convenían los perfumes de queso, vino y taller de lana que acompañaban a los hijos de Domenico Colombo. No es eso todo, Hernando intentaba además garantizar la formación intelectual del primer almirante Colón, de ahí que haga cursar a su padre, en Pavía, unos estudios de los cuales nadie haya tenido noticia hasta ahora. Y lo que es más, que reaccione con virulencia contra los cronistas genoveses que impusieron a don Cristóbal la nota infamante de sujeto obligado en su juventud a laborar con sus propias manos.
   Al cobijo de las brumas hernandinas se abrió, pues, paso la primera polémica. Los suelos que se disputaron ser cuna de Cristóbal Colón fueron múltiples.
   Pero para los efectos biográficos y de interpretación, dos han sido los principales contendientes: de un lado, Italia —claro es—, a cuyo favor militan todas las noticias dignas de crédito, y de otra parte, España, donde el tránsito de patriotismo a patrioterismos más emotivos que razonantes “exigió” completar la gloria española del descubrimiento, haciendo español a su protagonista. Ahora bien; el primer requisito para españolizar al Descubridor es el de descalificar como pura superchería las fuentes más próximas a la vida del almirante.

   Fueron muchos los estudiosos que trataron de buscar a Colón cunas en la Península Ibérica. Galicia, Extremadura y Cataluña, entre otras regiones españolas, se disputaron el honor de contar entre sus naturales a tan eminente personaje. También en el debe de las ocultaciones de Hernando hay que anotar el empeño de Salvador de Madariaga por radicar a Colón en el seno de una familia judeoconversa.
   Frente a esas pretensiones se alza un argumento incontestable: los testimonios de la época —incluido el del propio Descubridor en el documento fundacional del mayorazgo a favor de su hijo Diego— son unánimes a la hora de fijar en Génova el solar de los Colombo. Además, investigadores genoveses han probado fehacientemente que el almirante fue hijo de Doménico Colombo y de Susana Fontanarosso (Fontanarrubea), pertenecientes ambos a familias ligures dedicadas a la fabricación textil, padres, igualmente, de Bartolomeo y Giacomo. La opinión más generalizada es que el futuro almirante vino al mundo en 1451.
   Ya se ha dicho que Hernando, en su afán de hacer del almirante un profundo conocedor de astrología, cosmografía, geometría y navegación, le hace cursar estudios en Pavía, pero ni en aquella universidad se impartían esas disciplinas, ni en sus registros queda huella del paso de Cristóbal.
   Lo que se sabe a ciencia cierta es que el futuro descubridor pasó su juventud en la costa ligur, navegando desde muy joven por aquellos mares —como él mismo refiere en carta a los Reyes Católicos— al tiempo que atendía los negocios de su padre.
   Muy probablemente entre los años 1470 y 1472 se dedicó a actividades corsarias al servicio de la Casa de Anjou y en contra, por lo tanto, de los intereses que Aragón tenía en Italia, más concretamente en Nápoles. Estas correrías pudieran haber contribuido también a la política de ocultamientos familiares aplicada por los Colón.
   Colón en Portugal y el Proyecto Colombino de Descubrimiento: Igualmente se sabe con seguridad que en la primavera de 1477 el futuro almirante estaba en Portugal. Al año siguiente aparece como agente de la casa genovesa Centurione comprando azúcar en Madera. Algo más tarde, en el verano de 1479, se encuentra en su Génova natal, de cuyo puerto salió rumbo a Lisboa el 26 de agosto de ese año.
   Por estas fechas hay que situar su matrimonio con Felipa Moniz de Perestrello, hija de Bartolomé Perestrello, capitán donatario de la isla de Porto Santo (del archipiélago de Madeira), y de su segunda esposa, Isabel Moniz, emparentada con la casa real de Braganza. Entre 1480 y 1482, en la isla de Porto Santo, nació Diego, hijo primogénito del marino ligur y heredero de sus títulos.

   Entre esos años y 1484 la vida de Cristóbal transcurrió en el Atlántico, en viajes a Guinea —concretamente estuvo en el fuerte de San Jorge da Mina—, e incluso más al sur.
   En 1484 Cristóbal Colón ha madurado su proyecto de Gran Viaje y está en disposición de proponerlo a los príncipes europeos.
   La originalidad del proyecto del inventor genovés estribaba en un doble postulado consistente en afirmar, de una parte, la existencia de tierras, ignotas y pobladas, muy extensas a Poniente, alcanzables por el salto de un velero y que esas tierras estaban ligadas al Asia conocida. Ahora bien, esos postulados eran inaceptables para los saberes teóricos e incluso para las experiencias más avanzadas de su época. O dicho en otros términos, eran absurdas para todo aquel que no hubiese hecho una reducción del globo terráqueo tan radical como la que practicó Colón, con osadía ignorante del verdadero valor del grado de meridiano y frente a autoridades venerandas que se remontaban a Eratóstenes. Fue en el texto del profeta Esdras —no admitido como tal en el canon de la Iglesia— donde Colón encontró el único dato de aproximación métrica a la anchura del Océano que pueda servir a la ilusión de cruzar directamente de Europa hasta el fin del Oriente en una singladura sin escalas intermedias. Y se explica así el amplio ejercicio de pluma que el proyectista Colón dedicó en sus apostillas al seudoprofeta, para quien la relación existente entre la extensión de las aguas y la de las tierras emersas es de 1 a 6.
   Es cierto que asimismo el sabio polígrafo florentino Paolo del Pozzo Toscanelli, por esas mismas fechas, concebía la existencia de un océano único y apuntaba la posibilidad de alcanzar el Cipango (Japón) de Marco Polo navegando desde Lisboa, pero lo hacía gracias a la existencia de la isla Antilia que, según sus cálculos, distaba 625 leguas de la gran isla de Cipango. Igualmente, hay que hacer notar que, desde la segunda mitad del siglo XV, los portugueses habían buscado hacia Poniente, con incansable denuedo, esa isla u otras míticas —como la de las Siete Ciudades—, pero lo cierto es que ni habían sido vislumbradas, ni se sabía a qué latitud podían encontrarse.

   En resumen, los cálculos más optimistas con respecto a la anchura del Océano —los Toscanelli que situaban el Catay (China) distante no menos de 1.600 leguas de los finisterres de Occidente, y Cipango del orden de 1.200— requerían de forma imperiosa contar con un eslabón intermedio para alcanzar las Indias conocidas, ya que no pasaba de 800 leguas el límite sensato que debía imponerse a un internamiento oceánico hacia el Ocaso. Por consiguiente, la clave del proyecto de alcanzar los ámbitos conocidos de Oriente navegando hacia Occidente estaba en ese eslabón de tierras intermedio. Sólo que, como lo constituía un rosario de islas, en exclusiva podía realizar el proyecto la persona poseedora del secreto relativo a la latitud precisa en que se encontraban las susodichas islas.
   Pero, como se ha señalado arriba, la originalidad de Colón estaba en asegurar un viaje cuyas metas escalonadas se ofrecen diáfanas a través de todos los datos que existen: unas islas situadas a cuatrocientas leguas al oeste de las Canarias; una tierra continental incógnita aunque al mismo tiempo y sin duda alguna es tierra “indiana” y que debe salir al paso de las carabelas por aquel mismo rumbo y latitud, a distancia entre 700 y 800 leguas del mismo archipiélago Afortunado y, arrumbada hacia el noroeste, la tierra firme del Catay y al sur de ella el inmenso seno de los Seres y los Sinas. Es de notar la diferencia en las distancias entre las propuestas toscanellianas y las colombinas, pero además cabe advertir que aquel estribo mágico de las tesis de la época —el de la Antilia y Siete Ciudades— se ha convertido en la ideación del genovés en archipiélago de “entrada a las Indias”.
   Naturalmente, para garantizar el éxito de su empresa el inventor genovés debía mantener en secreto, hasta el final y a ultranza, el paralelo por el que se iban a conducir sus singladuras.
   Colón y el Predescubrimiento: Ahora bien, dadas las diferencias entre la propuesta colombina y las previsiones de Toscanelli, cabe preguntarse de dónde ha sacado el reflexivo genovés las determinaciones tanto sobre la distancia y el carácter de esas islas ciertas como de las otras etapas. Sólo hay una respuesta racional a esa interrogante: información de personas que para Colón vienen de las Indias. Porque aquella información sí pudieron facilitarla los amerindios llegados al centro del Atlántico, los cuales, procedentes del ámbito Caribe y expresándose en un idioma en el fonema “cani” que es frecuentísimo al final de los vocablos, pueden inducir la imagen de una relación suya con el Magnus Kan. Y aún mucho más en particular, cabe advertir que si aquellos argonautas caribeños fueron mujeres del ámbito insular, denominaron a su propia etnia con el nombre de calliponam, y que sonaría caníbales al oído europeo. En apoyo de esa respuesta, se puede añadir que Colón declara de su puño y letra en una apostilla a la Historia rerum de Pío II, al margen de una noticia relativa a la llegada de indios a Europa en dos ocasiones, que él mismo ha tenido noticia o visión directa de la llegada al ámbito occidental de gente amerindia viajera en sus propias embarcaciones. Esto es, Colón ha afirmado que tenía certidumbres empíricas sobre tierras alcanzables en la latitud de las Canarias.

   Pero la resolución de los enigmas del Gran Viaje en clave de providencial encuentro oceánico obliga a repasar, siquiera brevemente, la cuestión del “preconocimiento” de América. Un “preconocimiento” que, negado por Hernando Colón, no mereció la consideración del colombinismo clásico, a pesar de ser de común aceptación entre los coetáneos del marino genovés.
   En efecto; por los mentideros de la época circuló una “conseja de marineros”, según la cual Colón debía sus conocimientos a un navegante portugués que le confió su secreto estando en trance de muerte. Cuenta Bartolomé de las Casas que en los parloteos de los veteranos de las Indias se daba por cosa cierta que la empresa de Colón se había cifrado en el conocimiento previo que tuvo de la existencia de las islas antillanas por la confidencia que recibió de un piloto que habiendo sido arrastrado por las tempestades hasta las Antillas, logró después retornar con su gente e ir a dar en la isla de Madera, para morir en brazos de Colón, no sin haberle comunicado antes el gran secreto de su hallazgo. Aquella solución “popular” al misterioso triunfo del navegante no quedó circunscrita a los cotilleos baquianos, sino que circuló cumplidamente por España, como lo acreditan las versiones que sobre el hoy llamado “piloto anónimo” (o “protonauta” de la teoría sostenida por Juan Manzano y Manzano) nos comunican los otros cronistas primeros de las Indias comenzando por Fernández de Oviedo. En rudo contraste con esas seguridades están, en cambio, las circunstancias tan poco verosímiles que postula la explicación: absoluto desconocimiento sobre la personalidad y nombre del piloto en cuestión, por parte de tantos y tan bien enterados del caso; invencible silencio en una tripulación por oportuna y terminante que fuese la “moribundia” con que llegó a Madera; y, en fin, la rareza de este desvelamiento tardío.
   Aun así, no cabe ignorar que eran muchos los que pensaban que Colón llevaba en su cofre secretos que un día quiso el océano entreabrir acerca de su otra orilla. También él mismo se presentó siempre como sujeto elegido por la Santísima Trinidad, para “llegar a perfecta inteligencia que podría navegar e ir a las Indias desde España, passando el mar Océano al Poniente”.

   De modo que en la invención del ligur se conjugaban causas y datos de orden diverso; pero entre los cuales el dictado profético tenía un desempeño de primerísimo orden, en apoyo de lucubraciones que se reclamaban de lo sacro y de lo maravilloso. Y qué otra cosa podía ser más maravillosa que el logro de certidumbres irrefutables a partir de un conocimiento empírico proporcionado por el encuentro con hombres —o mejor mujeres— llegados de la otra orilla del océano.
   A tenor de lo anterior, no puede extrañar que hayan sido cinco las metas de la Gran Travesía señaladas de una forma u otra por la pluma de Colón: la isla de las Amazonas; el archipiélago de la entrada indiana, habitado por gentes desnudas que esperan la voz de Cristo; el Paraíso Terrenal; el Tarsis y el Ofir de las Sagradas Escrituras y el Magnus Kan presidencial en el Catay. Todo ello se desprende del análisis de lo único pero precioso que nos dejó escrito como proyectista estudioso de su Gran Viaje, es decir, las apostillas puestas por él a aquellas dos obras que constituyeron la base de sus conocimientos e ideas ilustrados, la Historia rerum del papa Pío II y los Tratados o Imago Mundi del cardenal Ailly. Y es que, en su ideación, esas Amazonas oceánicas, habitantes de la última de las islas del Archipiélago de entrada a las Indias son identificadas con las antiguas del Caspio y el Ponto. Ellas pueden estar relacionadas en el confín del mundo con un Magnus Kan que domina desde las riberas del Caspio hasta las del océano escítico. Ellas, en fin, siguen efigiando un primitivismo irreductible capaz de ser frontero del Paraíso y a la vez de los emporios urbanos, y que guarda los valores de una vocación hacia la virtud heroica, que espera la hora de su ascenso al nombre cristiano.
   Volviendo a la biografía del gran navegante, el primer ofrecimiento lo hizo el año de referencia en Lisboa al rey Juan II de Portugal, el príncipe Perfeito.
   El monarca luso no rechazó a Colón, sino que lo entretuvo con el expediente de una Junta consultiva. Es probable que tratara de sonsacarle la única clave que cabía sonsacar: la latitud en la que el inventor haría su internamiento. Porque de lo que no caben dudas es del interés del Perfeito por las cuestiones de la Descubierta antes incluso de acceder al trono en 1481. Sólo que las pretensiones de Colón —las mismas, en esencia, que luego figurarían en las capitulaciones de Santa Fe— le debieron parecer desmedidas. Se sabe que optó por realizar sus propias pesquisas porque, a fin de cuentas, Colón no era sino uno más de los buscadores de islas ciertas pero no encontradas, que proliferaron por aquellos años. Bien es verdad que su plan era más ambicioso, ya que en él la misteriosa isla era sólo la condición indispensable para la Gran Travesía que permitiría alcanzar las costas del Magnus Kan.

   Negociaciones en la Corte de Castilla: Al año siguiente, en 1485, Colón, acompañado por su hijo Diego, se instaló en Castilla. Probablemente desembarcara en Palos de la Frontera y, de camino hacia Huelva, pudiera haber tenido ocasión de visitar el monasterio franciscano de La Rábida, donde encontraría los primeros y, de eso no caben dudas, los últimos y definitivos apoyos a la empresa que venía a proponer. Lo que sí está confirmado es que desde el 20 de enero de 1486, día en el que se entrevistó con los monarcas en Alcalá de Henares, el genovés es el formal protegido de los Reyes Católicos y que a partir de ese momento se iniciaron unas negociaciones, largas de seis años, durante las cuales, en varias ocasiones, los monarcas le hicieron llegar estimables cantidades de dinero para su sustento. Además gozó pronto de la simpatía y comprensión de personajes destacados. La nómina es bien conocida: Medinaceli, Quintanilla, el cardenal Mendoza, Santángel, fray Diego Deza, Juan Cabrero y fray Hernando de Talavera.
   En ese tiempo en el que Colón se movió en la órbita cortesana, durante una estancia en Córdoba, conoció a Beatriz Enríquez de Arana, una joven huérfana de humilde condición social, con la que nunca llegó a casarse a pesar de ser madre de su segundo hijo, el geógrafo e historiador Hernando Colón.
   Ante las demoras que los Católicos van dando al postulante, con excusas de varia índole, éste decidió explorar nuevas posibilidades en otros reinos europeos y el año 1488 envió a su hermano Bartolomé a entrevistarse con Enrique VII de Inglaterra. En aquella corte es visto en el mes de febrero. Tal vez él mismo viajara a Portugal a finales de 1488.
   La espera del inventor genovés en la corte de los Católicos, y el tiempo y modo en que se resolvió se han venido explicando por una doble y escalonada causa: primero, la sanción contraria al proyecto colombino emitida por la Junta consultiva; y luego las urgencias de la guerra de Granada, reconocidas como causa dilatoria, en forma solemne por las bulas de Alejandro VI. Pero esa explicación no concuerda con la lógica de unos hechos donde lo que decide en las resoluciones de los Católicos no es desde luego el parecer de la Junta; ni los costes de un par de navíos se nos ofrecen como operación inasequible para Castilla antes de la rendición de Granada. Lo inasequible era entrar en conflicto con Portugal, para mantener lo que se descubriera en ultramar cuando los castellanos mantenían simultáneamente la empresa de Granada y el enfrentamiento con Francia. Por ello, los Católicos tenían que acometer el proyecto, particularmente por lo que se refiere a Portugal, con todas las reservas, o, si se quiere, recurriendo al secretismo más riguroso y simulando que el viaje que les ofrecía el misterioso inventor no les merecía especial interés ni confianza.
   En 1491, totalmente desanimado, Cristóbal Colón decidió abandonar Castilla pasando por Huelva, donde residía el matrimonio Muliart, sus cuñados —Miguel Muniart estaba casado con Violante Moniz—. Fue entonces cuando realizó esa visita al monasterio de La Rábida que resultaría trascendental para el futuro de la empresa descubridora. En ella se entrevistó con fray Juan Pérez, confesor de la reina, quien, movido por desconocidos resortes, no dudó en movilizar toda su influencia frente a doña Isabel a fin de vencer las reticencias de la Señora. No se conoce el contenido de la entrevista entre el fraile y la Reina, pero cabe dentro de lo congruente imaginar que fray Juan se presentara ante doña Isabel como poseedor de las claves del proyecto de navegación confiadas a él con las garantías de reserva que ofrece el confesionario.
   A partir de ahora el camino se allanó para el genovés que viajó a Santa Fe y fue testigo presencial de la caída de Granada el 2 de enero de 1492. Había comenzado un período de arduas negociaciones con la Corona que sólo culminó el 17 de abril de ese año con la firma de las Capitulaciones de Santa Fe. En esta última fase, el postulante contará con los apoyos de dos aragoneses: Luis de Santángel y Juan Cabrero, fieles servidores del rey Fernando, el primero como escribano de ración y el segundo como camarero.
   Gracias a ellos se salvaron las reticencias de la Reina y el marino ligur vio confirmadas sus demandas: El título de almirante de la Mar Océana en todas aquellas tierras que por su industria se descubrieran; igualmente para éstas el nombramiento de virrey y gobernador. También se le reconocía el derecho a cobrar la décima parte de las ganancias del comercio realizado en ese espacio. Al mismo tiempo, podía participar en todas las iniciativas que la corona allí llevase a cabo aportando la octava parte del monto de las mismas y cobrar en idéntica proporción.
   El 30 de abril, por una real provisión, los monarcas otorgaron a Colón la merced de transmitir sus oficios —almirante, virrey y gobernador— a sus herederos.
   También los reyes le autorizaron a utilizar el Don antepuesto a su nombre desde el momento en que se materializaran los descubrimientos.
   El Gran Viaje Descubridor: La firma de las capitulaciones permitió al almirante abordar los asuntos relativos a la preparación del viaje. De esa primera travesía hay dos piezas historiográficas esenciales: el Diario colombino de la expedición, junto con la carta a Santángel, y las noticias que se contienen en los Pleitos. Por ellas, y algún otro documento de carácter administrativo, se sabe que los preparativos se llevaron a cabo en la villa de Palos, condenada por ciertos “deservicios” a armar a su costa dos carabelas y navegar durante dos meses a beneficio de la corona y que se dispusieron tres naves; dos de ellas —la Pinta mandada por Martín Alonso Pinzón y la Niña por Vicente Yáñez Pinzón— eran carabelas andaluzas, mientras que la nao Santa María, la nave capitana, había sido armada en los astilleros del Cantábrico. De igual modo se tiene constancia de que todos los hombres iban a sueldo de la corona que había pagado cuatro meses de anticipo y de que el clima entre capitanes y tripulación era de gran confianza en el almirante que ha debido transmitir a unos y otras sus certidumbres sobre las metas de la travesía. Metas que, como ya se sabe, no eran otras que hallar islas a 400 leguas de las Canarias y tierras indianas a 700 o poco más de ese mismo archipiélago.
   Al fin, tras oír misa, se hicieron a la mar el 3 de agosto de ese año. Tocaron en La Gomera para reparar el timón de la Pinta y alcanzaron el mar de los Sargazos el 16 de septiembre. Durante los primeros días de octubre, cuando se habían superado ya las 700 leguas de navegación, el malestar creció entre las tripulaciones que contemplaban cómo la realidad oceánica estaba defraudando las promesas de Colón. Ante la tensa situación, el almirante debió cambiar el rumbo —hasta aquí había navegado siguiendo invariablemente el paralelo de las Canarias— y recurrir a un procedimiento tan escasamente cosmo-matemático como era seguir la dirección que le señalaban las aves viajeras. Ellas y el sentido del honor de los marinos españoles —personificados en los Pinzón y Juan de la Cosa— que accedieron a proseguir la marcha aún tres días más, propiciaron el éxito de la empresa en la que el Descubridor verá, de nuevo, la “mano del Señor que da las victorias”. Lo cierto es que a las dos de la madrugada del viernes 12 de octubre Rodrigo de Triana avistó tierra. Al amanecer llegaron a una isla de las Lucayas (Bahamas) que los indios llamaban Guanahaní y el genovés rebautizó con el nombre de San Salvador. Colón resolvió entonces explorar el archipiélago, decisión que contradice categóricamente que su programa estuviese sometido, en exclusiva, a los dictados de Toscanelli. Pues de haberse atenido a las sugerencias del geógrafo, lo aconsejable hubiera sido continuar hacia poniente en busca de las tierras continentales.
   Concluido el reconocimiento de las Bahamas en las que el almirante creyó ver la antesala del mundo paradisíaco, emprendió una travesía en dirección sureste que le permitió alcanzar Cuba o la tierra de Juana en la designación del Descubridor. Allí creyó —bien es cierto que por poco tiempo— encontrarse en el Cipango. Luego supo que se trataba de tierra insular, bien extensa por cierto, distante de la tierra firme —donde él colocó el Imperio del Gran Can por asociación con la voz “cani” que oyó a los nativos— diez jornadas de navegación.
   Tras dedicar noviembre a la exploración de Cuba, el 6 de diciembre avistó Haití que bautizó como isla Española. En ella descubrió una sociedad en la que no sólo existían “reyes” (caciques) sino que se comportaba además con un disciplinado sentido de la jerarquía, manifiesto en las formas refinadas del respeto que se tributaba a los superiores. El 25 de diciembre la nao Santa María encalló al norte de la Española; con sus restos se construirá el fuerte de Navidad, donde el almirante dejó un reducido número de sus hombres bajo el mando de Diego de Arana, persona de su confianza.
   El 16 de enero se emprendió el regreso.
   El periplo por el Caribe, sorprendente en sus derrotas, sólo puede obedecer a la falta de un único norte en el programa colombino e indica que el Inventor se manejaba, en realidad, con tres brújulas: las nociones de la ciencia geográfica relativa a lo conocido; la interpretación que procura hacer de lo que ve y de lo que oye, y su propia construcción ideológica hecha a partir de la información de las indias caribeñas que cruzaron medio atlántico.
   El viaje de retorno lo hicieron los dos navíos por separado, de modo que Martín Alonso, capitaneando la Pinta, arribó a Bayona de Galicia tan enfermo que murió a poco. Por su parte, el almirante, a bordo de la Niña, entró en Lisboa el 4 de marzo de 1493. El 13 de ese mismo mes, volvió a hacerse a la mar rumbo a Sevilla, para desembarcar en Palos. Desde allí se dirigió a Barcelona a fin de comunicar personalmente a los monarcas el extraordinario valor de sus hallazgos.
   A partir de este momento, el proyecto de los Reyes Católicos con relación a la empresa de las Indias se organiza en torno a dos exigencias irrenunciables: implantar allí una colonización y proseguir el Descubrimiento. A ellas se sumaron muy pronto los apremios del enfrentamiento diplomático con Portugal. Un enfrentamiento que condujo primero a la promulgación de las Bulas de Alejandro VI y luego a la conclusión del tratado de Tordesillas.
   El Segundo Viaje: Para atender las exigencias del triple proyecto se organizó una segunda expedición que salió del puerto de Cádiz el miércoles 25 de septiembre de 1493. Se trataba de una armada de cinco naos y doce carabelas en la que se embarcaron labradores del reino de Granada y clérigos, aparte de marineros y soldados. En Canarias la flota cargó cabezas de ganado —becerros, cabras, ovejas, puercos y gallinas—, productos frutícolas —naranjas, limones, melones, etc.— y hortalizas. El cargamento de las naves anunciaba ya cuáles iban a ser las claves del programa colonizador de España en las tierras recién descubiertas. El almirante llevaba además el encargo de proseguir la descubierta. De modo que cuando, tras una travesía de veinte días a partir de la isla del Hierro, llegó el 3 de noviembre al archipiélago de las Pequeñas Antillas se dedicó a su exploración. No será pequeño el balance de lo destapado por el genovés en esta expedición, pues incluye un ámbito que va desde las Pequeñas Antillas hasta la isla de Pinos en Cuba pasando por Boriquen —que llamó de San Juan Bautista—, Jamaica y la costa meridional de la Española. Pero como pronto supo por los indígenas que en las latitudes australes se situaban las riquezas mineras, botánicas y zoológicas más considerables, son de imaginar las ansias que le impulsarían a aquellas tierras del sur. Probablemente el Descubridor mandará ahora naves a confirmar la existencia de los mencionados territorios —como defendió Juan Manzano—, pero tampoco parece imposible que tal conocimiento —al menos en el sentido personal— lo haya adquirido con ocasión de emprender su regreso a España; regreso cuyas singladuras no están demasiado claras.
   Sin embargo, frente a los logros del programa descubridor hay que colocar los fracasos de la empresa colonizadora. En la Española —donde Colón encontró arrasado el fuerte de Navidad— se van a fundar entre 1494 y 1496 varias ciudades, entre las que destacan la Isabela y Santo Domingo que pronto se convertirá en capital de las Indias. Pero en la isla la situación es cada vez más grave, al hambre y las enfermedades se sumarán inmediatamente las primeras deserciones de los españoles. Ante tal situación, Colón mandó a la Península a Antonio de Torres con algo de oro e indios para vender en el mercado de esclavos. Los indios se venderán con el consentimiento de los Reyes, aunque poco después, ya bien asesorados, los monarcas revoquen la autorización inicial.
   Desde estas primeras experiencias se pone de manifiesto la disparidad de criterios, de finalidad e instrumentación que contraponen a las colonias de signo mercantilista las de signo terrícola. De un lado está el provecho de un tráfico marítimo, que busca inexorablemente el monopolio estatal-colombino y que se basa en la posesión de un enclave de dominio militar-mercantil. Del otro, la instancia que lleva a los grupos a organizar su avance ocupando tierras y trasplantando a ellas cuanto les caracteriza como comunidad cultural y mediante la sujeción o expulsión de los naturales del territorio. Pues bien, Colón representaba el primer modelo, y los españoles —a la cabeza los Reyes— el segundo.
   En junio de 1496, Colón está de vuelta de su segundo viaje con cartas de triunfo, sólo que con anterioridad —en noviembre de 1494— han llegado a la Península los desertores de La Española acusando a los Colón de desgobierno y los Reyes han enviado allí a Juan de Aguado con cuatro carabelas, más bastimentos y el encargo de informarse de la situación. De modo que don Cristóbal se verá obligado a explicarse ante los monarcas. Los Reyes Católicos lo recibieron como si no hubiera pasado nada, le confirmaron sus privilegios —el 23 de abril de 1497— y le autorizaron a instituir un mayorazgo en la persona de su hijo mayor Diego. Además sufragaron una tercera expedición pero dando a entender que no era otra cosa sino una última oportunidad de relanzamiento por cuenta oficial de lo que debía alimentarse en adelante de sus propios beneficios.
   El Tercer Viaje: Bajo estos presupuestos, se organizó el tercer viaje. El almirante partió de Sanlúcar de Barrameda el 30 de mayo de 1498 con seis navíos, hizo escala primero en la isla de Porto Santo y luego en La Gomera, donde dividió la flota: tres barcos se dirigieron directamente a La Española y otros tres, bajo su mando, prosiguieron la empresa de la Descubierta. Esta vez navegó más al sur, por el paralelo de Sierra Leona. El 31 de julio avistó la primera tierra a la que puso por nombre Trinidad. Resultó ser tierra insular, pero adyacente a otra de enormes proporciones en cuyas profundidades, a tenor de la grandeza de los cursos de agua que desembocaban en el mar, el Descubridor supuso se encontraba el Paraíso Terrenal. Había alcanzado, por tanto, suelo asiático. Dedicó los primeros días de agosto a recorrer aquella costa que el llamó de las Perlas y que era el golfo de Paria en la desembocadura del Orinoco. El marino ligur había culminado una nueva hazaña: el hallazgo de un “cielo nuevo y mundo” —como dirá en carta a Sus Altezas— enteramente ignoto al europeo. Pero para él significaba algo más, porque esa hazaña al estar inscrita potencialmente en su “invención” del Fin del mundo, y atenerse a la métrica de Esdras, le confirmaba en sus presunciones de ser encarnación de las promesas isaíacas.
   Con muy distinto semblante se presentó el asunto de La Española, porque durante la ausencia de don Cristóbal, se habían sentado en la colonia las bases de una escisión —la rebeldía de Francisco Roldán contra la autoridad del adelantado Bartolomé Colón— que amenazó con convertirse de un día para otro en guerra civil. En las exigencias de Roldán frente al adelantado se dieron la mano los dos motivos mayores para acusar de inhumana y tiránica la construcción factorial de los Colón; es a saber, el requerimiento de que se les asignaran tierras en las que asentarse y mantenerse y el de poner fin a la guerra contra los indios. Ante esta situación el almirante cometió tres grandes errores: describió a los Reyes la situación como un peligro para la soberanía, por lo que debía ser saneada a sangre y fuego; retuvo las pagas de los asalariados en la medida en que le pareció bien y siguió enviando cargamentos de indios esclavos cuando ya Sus Altezas habían decidido someter a examen jurídico-teológico la legitimidad de aquel trato.
   En respuesta al conflicto, los Católicos enviaron a La Española a Francisco de Bobadilla con el título de juez pesquisidor. En agosto de 1500 llegó Bobadilla a Santo Domingo y un mes después, ante la resistencia de los Colón a aceptar su autoridad, tomó una medida que a muchos pareció excesiva: aherrojar a los tres hermanos y mandarlos de vuelta a España. Y aunque los Reyes desencadenaron al almirante con muestras de afecto, es el caso que no lo restituyeron en la gobernación de las Indias.
   A la larga, pues, lo trascendental no fueron los hierros bobadillanos, sino la decisión inamovible de los Católicos de dar por prescritas las Capitulaciones de Santa Fe como compromiso intocable. Y es que igual que la contextura moral de Colón se puso pronto en contraste con la de la hueste española a sus órdenes, sus proyectos colonizadores terminaron por entrar en conflicto con los de los Reyes que auspiciaron sus empresas.
   Hasta que vuelva a hacerse a la mar en mayo de 1502, para emprender el cuarto viaje, Cristóbal Colón permanecerá en España dedicado, probablemente, a escribir el Libro de las Profecías. Si las apostillas nos abren ventanas insustituibles a la invención del Gran Viaje, esa compilación profética constituye una larga oración declaratoria sobre por qué el almirante se firma Cristóferens. Un Cristóferens que ahora se propone enlazar en un todo argumental sus promesas primeras, sus realizaciones y su destino futuro.
   El Cuarto Viaje Colombino o Alto Viaje: Por lo que se refiere a la cuarta travesía, la que él califica de Alto Viaje, un relato de Colón —la célebre Carta de Jamaica— nos brinda la versión más directa, apasionada y apasionante que se pueda imaginar. Colón partió del puerto de Cádiz el 11 de mayo de 1502 con cuatro navíos y la compañía de su hermano Bartolomé y su hijo Hernando que tenía por entonces trece años. Fue ésta la travesía más rápida de cuantas hizo, pues tras abastecerse en Maspalomas, llegaba a la entrada de las Indias el 15 de junio. Ya en tierras americanas, una serie de circunstancias le aconsejaron, en contra de su primer proyecto, encaminarse a La Española. Una vez allí y ante las evidencias de la proximidad de un gran huracán, pidió autorización para fondear en puerto, al tiempo que recomendaba retrasar el retorno a España de la flota en la que regresaba Francisco de Bobadilla —sustituido en el cargo de gobernador por frey Nicolás de Ovando recién llegado—. Ni se le concedió el permiso ni se le aceptó el consejo y las consecuencias fueron dramáticas al menos para la flota: se hundieron en torno a veinticinco buques, se ahogaron más de quinientos hombres y se perdieron más de cien mil castellanos de oro de la Corona. Los Colón, por el contrario, salvaron sus cuatro navíos.
   Don Cristóbal pudo así zarpar el 14 de julio en dirección a Centroamérica. A finales de mes, fondeaba en Punta Caxinas (Honduras). Desde aquí, con enormes dificultades por el viento en contra, siguió costeando en dirección Este hasta alcanzar un punto en que el litoral giraba bruscamente hacia el sur y que él llamó cabo de Gracias a Dios. Prosiguió la descubierta ahora ya en condiciones de navegación algo más favorables y dedicó los meses que quedaban del año a recorrer las costas de Nicaragua, Costa Rica y Panamá. Con todo no faltaron las dificultades derivadas, esta vez, del clima y las resistencias indígenas. Todavía continuará explorando estas costas hasta que el día de Pascua (16 de abril de 1503), decidió el regreso a España sin haber encontrado lo que tan afanosamente buscaba: el estrecho que, en su ideación, separaba las tierras continentales encontradas al sur, en viajes anteriores, y éstas situadas al norte.
   El camino de vuelta no será menos azaroso. Al almirante sólo le quedaban dos navíos y con ellos llegó a Jamaica el 24 de junio. Pero es allí donde aún le esperaban las mayores penalidades del viaje. En efecto, tratando de solucionar los problemas de aguada, encallaron los susodichos barcos sin que sirvieran de nada todos los esfuerzos para reflotarlos. Ante lo apurado de la situación no se encontró más salida que enviar dos canoas a Santo Domingo en busca de auxilio. Lograrán su propósito de alcanzar La Española tras superar graves inconvenientes, pero tardaron meses en poder adquirir un navío que cargado de pertrechos fuera a rescatar a los náufragos de Jamaica. Durante el tiempo de espera, Colón, por su parte, debió vencer reveses tales como una rebelión de españoles, resistencias indígenas, enfermedades y falta de bastimentos.
   Al fin, el 28 de junio de 1504 —cuando ya se había cumplido un año de su llegada— pudo el almirante abandonar la isla de Jamaica. Puso rumbo a Santo Domingo, donde permaneció algún tiempo y el 12 de septiembre salió con dirección a España. No sin enfrentarse a nuevos retos, llegó a Sanlúcar de Barrameda el 7 de noviembre de 1504.
   Una vez de regreso en España, y gravemente enfermo, Colón tuvo tiempo aún de escribir a amigos y valedores, y dirigirse a los Reyes. En primer lugar, se entrevistó con don Fernando en Segovia, pues la Reina había fallecido a poco de desembarcar él. En segundo lugar, escribió a los nuevos reyes, doña Juana y Felipe el Hermoso, en la pretensión de recuperar sus derechos. Aunque don Cristóbal reclamaba a la Corona sumas abultadísimas —las que correspondía al “tercio, décimo y ochavo” —, no es cierto, de ninguna manera, que estuviera en la pobreza, ni menos aún en la marginación social. El vertiginoso ascenso de la familia llevó al segundo almirante a enlazar con la Casa de Alba en un matrimonio que estaba procurando en estos meses el rey Fernando.
   Y, tras redactar un nuevo testamento el 19 de mayo de 1506 y recibir los últimos sacramentos, el Descubridor murió en Valladolid al día siguiente, siendo enterrado en el monasterio de San Francisco de esa ciudad.
   Poco tiempo permanecieron sus restos en Valladolid, porque en 1509 fueron trasladados al monasterio sevillano de Santa María de las Cuevas. A partir de estas certidumbres, las polémicas que acompañaron a Colón en vida vuelven a encenderse, ahora con relación a sus restos mortales, pues hay historiadores que admiten un traslado de los cuerpos de los dos primeros almirantes a la Española en 1544 y otros que se inclinan a pensar que el proyecto de enterramiento en la catedral de Santo Domingo nunca llegó a realizarse. Pero de lo que no hay duda es de que en diciembre de 1795 se exhumaron unos huesos atribuidos a don Cristóbal de su sepultura dominicana y se trasladaron a Cuba, adonde llegaron el 5 de enero de 1796. Algo más tarde, en diciembre de 1898, los susodichos huesos volvieron a España para ser depositados en la catedral de Sevilla. Pero hay más; en 1877, se descubrió en el presbiterio de la catedral de Santo Domingo una urna de plomo con una inscripción que se interpretó como alusiva al primer almirante. Así pues, sus restos mortales, convertidos en especie de símbolo de un destino cruzado por el misterio, vendrían con el tiempo a ser disputados, como lo son, por los sepulcros catedralicios nada menos que de Sevilla y Santo Domingo (Juan Pérez de Tudela y Bueso, en Biografías de la Real Academia de la Historia].
   La calle Cristóbal Colón está situada en el barrio de La Ermita. Es una calle peatonal, que va de la calle Manuel de Marcos, a la plaza del Doctor Fleming, y tiene una longitud de 80 metros aproximadamente, enlosada y alumbrada por farolas funcionales. Está conformada por pocas viviendas unifamiliares de autoconstrucción de una y dos plantas en altura, formando parte de una zona residencial.
   La calle Cristóbal Colón es, históricamente, una vía relativamente antigua en el callejero burguillero, puesto que fue creada en la segunda mitad del siglo XX con el crecimiento del barrio de La Ermita.

lunes, 15 de marzo de 2021

Hemeroteca: Una epidemia de Difteria en nuestro pueblo, según la noticia recogida por el periódico "La Iberia", de 27 de octubre de 1887.

Mostramos en "Historia de Burguillos" la noticia recogida en "La Iberia", editados en Madrid, el 27 de octubre de 1887, sobre la epidemia de Difteria, que asoló Burguillos en 1887, y que se conservan en el archivo de la Biblioteca Nacional de España.
   "La Iberia"; fue una publicación periódica editada en Madrid desde 1854 a 1866, y de 1868 a 1898. Junto a otros prohombres del liberalismo progresista, como los dramaturgos Manuel de Llano y Persi (1826-1907) y Juan de la Rosa González (1820-1886), fue fundada por el farmacéutico, periodista y también dramaturgo Pedro Calvo Asensio (1821-1863). Aparece su primer número el 15 de junio de 1854, en pleno movimiento militar en el que participa el propio Calvo y que un mes después finalizará en la Vicalvarada dando paso al Bienio Progresista (1854-1856). Será el prototipo del nuevo e influyente periodismo político y cauce del Partido Progresista. Para ello, Calvo supo rodearse de un nutrido grupo de excelentes periodistas y a la vez preclaras plumas del progresismo. Entre ellas, la de Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903), que se formará como periodista en este diario desde 1857 y del que será redactor-jefe antes de asumir su dirección el uno de octubre de 1863, tras el fallecimiento de Calvo -su mentor y amigo- a la edad de 42 años, el 18 de septiembre de ese año, y adquirir la propiedad del periódico a su viuda –Ana María Posadas-, que la compartirá con José Abascal y Carredano (1829-1890). Este ya era copropietario –a partes iguales- con Calvo del diario desde 1862, y en 1864, junto a Sagasta y los hermanos Rojas, crearán su sociedad editora.
   Con el subtítulo “diario liberal de la mañana” (a partir de 1860 desaparecerá la mención temporal), se publicará en entregas de cuatro páginas compuestas en cuatro densas planas de pequeña tipografía. Formará parte de la renovada prensa informativa y política española, cuyos contenidos van estructurados en secciones. Estas serán la Doctrinal (artículo de fondo o editorial), Noticias (Provincias, Madrid, Ultramar, Extranjero), Oficial (legislación), Variedades, Revista de teatros, Religiosa (cultos), Mercantil (cotizaciones de la Bolsa), Espectáculos (cartelera), Recreativa (folletín, que después se denominará Biblioteca de La Iberia y ocupará, generalmente, los faldones de la primera y segunda página) y Anuncios (que ocupará, aunque no siempre, la última plana completa). A estas se sumarán otras con los epígrafes Opinión, Gacetilla, Correspondencias extranjeras, Últimas noticias, Comunicado o Sección de remitidos, así como la parlamentaria o de Cortes, las de Política interior y Política exterior, además de otra de Astronomía (meteorología) o de Lotería nacional, con el listado de los premios.
   No se publicará los lunes. A partir del 14 de noviembre de 1854 aumenta a cinco sus columnas por página. A partir del dos de diciembre de 1856 lo hace su formato y se empieza a componer a seis columnas, que las mantiene cuando vuelve a extender más su tamaño a partir de enero de 1860, llegando a indicar que es el de mayor dimensión y con mayor cantidad de “letras” de cuantos se publican. Imprime diversas ediciones (para Madrid y provincias) e incluso varias al día, así como, desde 1859, una edición económica, siendo distinguidas sus dos principales ediciones como la “grande” y la “chica” o económica. Además, entre diciembre de 1862 y el siete de septiembre de 1863, publicará también una edición satírica semanal, con caricaturas. Bajo la dirección de Sagasta llegará a ser uno de los diarios más leídos, y en 1865 superará en circulación a Las novedades (1850), el otro de los grandes noticieros, aunque La correspondencia (1859) se había convertido en el de mayor circulación de España, según la recaudación por timbre.
   En su artículo de presentación se había proclamado “campeón de las doctrinas liberales” y había indicado que “la imparcialidad” era “su divisa; la legalidad, su escudo” y “la libertad, su grito de guerra”, y aunque exprese también que “no nos hemos afiliado a ningún partido”, se convertirá en órgano efectivo del Partido Progresista, incluyendo en sus páginas una sección bajo los epígrafes Circular o Boletín oficial de esta formación política. Desde La Iberia se combatirá a los ministerios moderados o unionistas de Ramón María Narváez (1800-1868) y de Leopoldo O’Donnell (1809-1867), y en un artículo del seis de septiembre de 1856 de Calvo Asensio se criticará duramente a los liberales que en 1858 se integrarán en la Unión Liberal liderada por el citado O’Donnell. Por el contrario, se mostrará favorable al general Baldomero Espartero (1793-1879).
   La relación entre los periodistas de La Iberia y la actividad revolucionaria, política e institucional será muy estrecha, pues no sólo Calvo será diputado en 1854 y 1856 y Sagasta llegará a liderar el liberalismo progresista, tras el asesinato del general Prim (1870) y durante la Restauración, y ocupará varias veces la presidencia del Consejo de Ministros, sino otros de sus redactores o posteriores directores obtendrán actas de diputados o senadores u ocuparán cargos en la Administración. Es el caso del poeta Gaspar Núñez de Arce (1834-1903), que será su corresponsal en la Guerra de África (1859); del jurisconsulto Carlos Massa Sanguineti (1823-1883), que lo fue en la guerra austro-italiana (1859); o de Augusto Suárez Figueroa (1852-1904), Ángel Fernández de los Ríos (1821-1880), Fernando Fragoso (1830-1899), el ya citado Llano y Persi (1826-1907), Francisco Javier Carratalá (1830-1870), José María López del Pino (-1881), o Manuel Lasala. Hartzenbusch (1894) da un listado de hasta 36 periodistas de La Iberia, y además de los citados, incluye en su relación a los escritores Ventura Ruiz Aguilera (1820-1881) y Eugenio Sellés (1844-1926), a Francisco Javier de Moya (1821-1885), a su crítico teatral Juan de la Rosa González (1820-1886), a Víctor Balaguer (1823-1901), José Aguirre o Augusto Anguita.
   A comienzos de 1858, La Iberia había mantenido una áspera polémica doctrinal con el órgano más representativo del Partido Demócrata –La Discusión (1856-1887)-, lo que causará que un grupo de los periodistas de esta pasase a engrosar la redacción de la primera, como es el caso de un entonces joven Manuel Ruiz Zorrilla (1833-1895). Como periódico más representativo del “espíritu del 54”, y defensor de la libertad de imprenta y de la soberanía nacional, será uno de los diarios que más sufrió multitud de denuncias, multas, secuestros, procesamientos y suspensiones, como el consejo de guerra al que se verán sometidos su director, editor responsable y periodistas el cinco de agosto de 1864, en virtud de la ley de imprenta del 29 de junio de ese año. Sagasta fue detenido, juzgado y condenado a muerte por su participación en el pronunciamiento de la sargentada del Cuartel de San Gil, el 22 de junio de 1866,  pero logrará huir y refugiarse en Francia. El último número del diario había sido publicado un día antes. El dos de enero de 1868 reaparecerá este órgano del Partido Progresista con el título La nueva Iberia, que también forma parte de esta Hemeroteca Digital de la BNE. 
   La cabecera del diario liberal progresista fundado en 1854 por Pedro Calvo Asensio (1821-1863), y que había dejado de publicarse en 1866, retoma su antiguo título tras el triunfo de La Gloriosa. Previamente, en los nueve primeros meses de 1868 se había publicado en su sustitución La Nueva Iberia, título que también forma parte de esta Hemeroteca Digital de la BNE. Al reaparecer La Iberia, el 30 de septiembre de 1868, lo hará siguiendo la secuencia y numeración que había dejado interrumpida el 21 de junio de 1866, y con la indicación del nombre -además del de su fundador- de su director, que no era otro que el de Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903), quien tras regresar del exilio y ser nombrado ministro del Gobierno provisional presidido por el general Serrano, será sustituido a partir del 22 de octubre por el antiguo redactor y también exdirector del diario: el cordobés Carlos Rubio Colell (1831-1871). En su reaparición había indicado que quedaba excusado decir que “los redactores de la Nueva y los de la antigua, son y han sido siempre los mismos”:
   Seguirá siendo un diario de cuatro páginas, compuestas, generalmente, a seis o cinco columnas, que imprimía varias ediciones y que no se publicaba los lunes. Un diario que había renovado el periodismo político, inspirado dos revoluciones –la liberal del 54 y la democrática del 68- como órgano oficioso del Partido Progresista y era redactado con estilo ágil y calidad literaria por brillantes periodistas y escritores, muchos de los cuales obtendrían actas parlamentarias o altos cargos de la Administración. El caso paradigmático es el del propio Sagasta, quien tras el magnicidio del general Prim (1870), asumirá su liderato a través, primero, del Partido Radical y, seguidamente, del Partido Constitucional, siendo en dos ocasiones presidente del Consejo de Ministros, la primera durante el reinado de Amadeo de Saboya (1871-1872) y la segunda en los tres meses previos al golpe de Martínez Campos (1874), y, desde la fundación del fusionista Partido Liberal en 1880, en cinco mandatos durante el turno de partidos de la Restauración.
   Durante este periodo sus secciones más importantes serán la del artículo de fondo o doctrinal (editorial), sus crónicas parlamentarias y, especialmente, su amplia revista de prensa dedicada a atacar la prensa conservadora, carlista y republicana. Tendrá, asimismo, secciones de noticias, política extranjera, oficial, telegramas, gacetillas, espectáculos, tribunales, religiosa, meteorología, cotizaciones de bolsa, últimas noticias, folletín y, en su última plana, anuncios comerciales.
   Entre sus redactores y colaboradores se encontraron Juan de la Rosa González (1820-1886), Concepción Arenal (1820-1893), Ángel Fernández de los Ríos (1821-1880), Servando Ruiz Gómez (1821-1888), Eugenio Montero Ríos (1832-1914), Gaspar Núñez de Arce (1834-1903), Eugenio Sellés (1842-1926); los hermanos Manuel (1835-1911) y Félix González Llana (1850-1921), como cronista político y crítico teatral, respectivamente, así como José Ortega Munilla (1856-1922), entre otros.
   Se ha indicado que este diario con el tiempo terminó por identificarse de tal forma con la personalidad de quien había sido su director, Práxedes Mateo Sagasta, “que se convirtió en su permanente órgano de prensa”. Entre 1876 y 1883 estará dirigido por un sobrino del propio Sagasta, Tirso Rodrigáñez Sagasta (1853-1935), que llegará a ser ministro de Hacienda tanto con su tío como con Canalejas. De 1884 a 1886 lo dirigirá el dramaturgo cómico Emilio Sánchez Pastor (1853-1935), que anteriormente había sido cronista parlamentario del diario. Y probablemente José Sánchez Guerra (1859-1935) lo dirigiera también antes de que el 11 de octubre 1886 adquiriese su propiedad y asumiera la dirección Manuel Martínez Aguiar (-1942), que ubicó su redacción en un nuevo edificio e intentó, fructuosamente, hacer de este un periódico al estilo norteamericano. Superado por otros grandes diarios madrileños, La Iberia desaparece en plena guerra colonial, siendo la última entrega de su colección la correspondiente al 14 de mayo de 1898, tras cuarenta y cinco años en publicación.
     Pues bien, en una de las páginas de la edición del 27 de octubre de 1887, a cinco columnas, aparece una noticia bajo el título genérico de Noticias Generales, una serie de pequeñas referencias, aunque la que nos interesa fundamentalmente a los burguilleros, es la quinta que aparece en la zona inferior de la cuarta columna, y que pasamos a transcribir íntegramente:


NOTICIAS GENERALES
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   En Burguillos está causando la difteria numerosas víctimas.
   Las autoridades locales, de acuerdo con la Junta de Sanidad, han empezado a tomar las medidas más convincentes a la pronta desaparición de la epidemia.

   Leyendo esta noticia de 1887, comprendemos el alcance actual de las epidemias, y que no hay nada nuevo bajo el sol... ya que por desgracia estas noticias han sido cíclicas a lo largo de la historia, aunque afortunadamente la difteria, gracias a la vacuna, prácticamente ha pasado a la historia.

lunes, 8 de marzo de 2021

Arte: La imagen de Nuestra Señora de los Dolores, en la Iglesia de Burguillos

   Mostramos en Historia de Burguillos, la imagen de Nuestra Señora de los Dolores, que podemos contemplar en la Iglesia parroquial San Cristóbal, mártir, de nuestro pueblos, aprovechando que hoy, 8 de marzo, es el aniversario (8 de marzo de 1953), de su bendición y reposición al culto
   Y que mejor día que hoy, para analizar la imagen de Nuestra Señora de los Dolores.


   Nuestra Señora de los Dolores, bellísima dolorosa, tiene una historia, cuanto menos, curiosa. Según contaban los mayores de nuestro pueblo vinculados a la Iglesia, esta imagen, perteneciente a la Iglesia del Convento de la Inmaculada Concepción, de Carmona fue salvada de ser quemada en una pira formada a las puertas de dicho convento en los lamentables hechos que ocurrieron en julio de 1936, por una mujer muy valiente, que solo pudo recoger la cabeza de la Virgen y trasladarla a Burguillos, donde contaba con familiares (el humorista carmonense Manuel Jiménez Macedo -conocido en Burguillos por "Manolo Macedo", o "Manolo de Carmona"), en concreto a casa de Dª Nazaret Pérez. 
   Hacia 1945-50 el imaginero sevillano Manuel Pineda Calderón (1906-1974) se encontraba en nuestro pueblo restaurando las imágenes secundarias del Retablo de la Virgen del Rosario, especialmente el Niño Jesús, que remata dicho retablo y los dos pequeños ángeles que coronaban los estípites que flanquean a Nuestra Patrona y que fueron trasladados al Altar Mayor por el capricho del párroco de entonces. A instancias del Párroco D. Manuel Gandullo, se procedió a la restauración de la dolorosa, realizándose un nuevo candelero, manos y una profunda remodelación del rostro aunque no por ello deja de asomar su bellísima impronta dieciochesca, a pesar de lo cual podría atribuírsele a la gubia del escultor Pineda Calderón, natural de Alcalá de Guadaira. Su bendi­ción se produjo con motivo de la Santa Misión diri­gida por los PP. Misioneros Diocesanos, del 2 al 8 de Marzo de 1953, como consta en el recordatorio impreso por la Librería Pascual Lázaro de Sevilla.



   Esta imagen dolorosa es una imagen de vestir o "de candelero". Por candelero se entiende un maniquí formado por dos secciones troncocónicas, en cuya parte superior se fijan el busto y los brazos articulados. Una armadura de listones, recubierta de lienzo o arpillera, aligera el peso de la efigie, a la vez que insinúa la forma corporal. El rostro se decanta clarísimamente por la frontalidad, estando gubiado en madera de buena calidad y policromado con vivas carnaciones, al igual que las manos, de gran realismo natural.
   Sus ojos, bellísimos, son de cristal en un tono marrón. La idea del llanto queda sugerida por unas lágrimas cristalinas, hoy perdidas, pero que de las que aún quedan el vestigio en su juvenil rostro, y que enjuga con un pañuelo que porta en una de sus manos, rasgo característico de las vírgenes dolorosas en contraposición a las vírgenes de gloria que suelen portar otros atributos. De tamaño natural (1'55 m.), va engalanada con una simple diadema de estrellas, y en ocasiones, con un corazón de metal plateado, atravesado por siete puñales que hacen referencia a los Dolores de Nuestra Señora ya que su nombre deriva de los Calvarios y de la Piedad, aislando ya la figura mariana; de esta forma el de­voto sentimiento del pueblo pudo considerar y meditar a sus anchas la doliente soledad de la Madre de Dios. 
   Del adecentamiento y cuidado de la imagen se ocupaba Dª Genoveva López, y que la Hermandad de Nuestra Señora del Rosario organizaba los cultos a Nuestra Señora de los Dolores y al Santísimo Cristo del Voto en la última semana de Cuaresma, consistente en un Triduo que culminaba con Besamanos a Nuestra Señora de los Dolores el día de su onomástica, y ello no por capricho, sino porque en la década de 1920 la imagen del Crucificado era co-titular de la Hermandad de la Virgen, como consta en los archivos de la corporación letífica.



   A partir de 2007, el cura párroco de Burguillos decide, en un acto caprichoso e incomprensible, arrebatar ambas imágenes pasionistas a la Hermandad de Nuestra Señora del Rosario y cederlas a un grupo de jóvenes bajo su mando, que se agrupaban bajo un nombre un tanto peculiar, por decirlo de manera suave.
   Finalmente en 2009, Nuestra Señora de los Dolores es restaurada por Rafael Díaz Caro, quien la adjudica a la producción de Antonio Illanes y le incluye, incomprensiblemente, en el pecho un dibujo de uno de los múltiples escudos de la autoproclamada agrupación parroquial, y desde entonces "procesiona" en víalucis y víacrucis cada Viernes de Dolores.
   Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de Nuestra Señora de los Dolores
LA VIRGEN DE LOS DOLORES
   El arte patético de finales de la Edad Media concedió un amplio espacio en su iconografía a la Virgen Dolorosa, representada ya con Cristo muerto sobre las rodillas después del Descendimiento de la cruz, ya sola después del Enterramiento de Cristo.
   Estos dos tipos iconográficos se designan con los nombres de Virgen de la Piedad y Virgen de los Siete Dolores. Aquí no hablamos de la Virgen de pie frente a la Cruz (Stabat Mater), o desvanecida  en los brazos de San Juan o de las Santas Mujeres, porque esos temas no han sido representados aisladamente y son inseparables de la Crucifixión.
La Virgen de las siete Espadas
   Después del Enterramiento de Cristo, la Virgen queda sola con su dolor: por ello en España se la llama Virgen de la Soledad.


   Una iglesia de Roma está dedicada a S. Maria delle Sette Dolori.
   Se la representa con las manos juntas y gruesas lágrimas que corren por sus mejillas.
   Para volver más sensible el dolor de la Virgen se imaginó simbolizarla con una espada que le atraviesa el pecho. El origen de esta representación es la profecía del anciano Simeón (Luc 2: 35) que anuncia a la Virgen el día de la Presentación de Jesús en el Templo, que una espada de dolor le atravesará el alma: Tuam animam pertransibit doloris gladius.
   ¿Cómo se pasó de la Virgen con una espada a la Virgen de las siete espadas? Por la devoción a los Siete Dolores (Septem tristitiae) que se oponen simétricamente a los Siete Gozos de la Virgen (Septem Gaudia B.V. Mariae).
   A partir del siglo XIII se ve aparecer la devoción a los Siete Gozos de la Virgen, popularizada por la orden toscana de los servitas (Esclavos de la Virgen). La devoción a los Siete Dolores es más tardía: fue en 1423 cuando el sínodo de Colonia agregó a las fiestas de la Virgen «la fiesta de las angustias de Nuestra  Señora».
   Hasta el siglo XIV todavía se veneraban sólo Cinco Dolores de la Virgen. En el si­glo XV el número se llevó a siete, que se corresponde con las Siete Caídas de Cristo en el camino del Calvario. La lista no varía demasiado,  salvo en lo relativo al primer Dolor de Nuestra  Señora, que es tanto la Profecía de Simeón como la Circuncisión.
1. Profecía de Simeón (o la Circuncisión);
2. Huida a Egipto;
3. Pérdida del Niño Jesús que permanece en el Templo en medio de los doctores;
4. Cristo con la Cruz a Cuestas; 
5. La Crucifixión;
6. El Descendimiento de la Cruz;
7. El Entierro. 
 Así, de los Siete Dolores de la Virgen, tres son relativos a la Infancia y cuatro a la Pasión de Cristo.
Iconografía
   H. Gaidoz hace derivar este tema de la Transfixión de la Virgen a un cilindro caldeo que representa a la diosa asiria Istar.
   Más recientemente, J. Baltrusaitis ha reconocido en el tema de la Virgen de los Siete Dolores la transposición o adaptación de un tema planetario del que se encuentran numerosos ejemplos en el arte de la alta Edad Media.
   Los círculos astrológicos de los siete Planetas habrían comenzado por engendrar el tema de los Siete Dones del Espíritu Santo irradiando alrededor del pecho de Cristo.
   De allí se habría pasado con toda naturalidad a la representación de los Siete Dolores de la Virgen. Para ello bastaba transformar los rayos de la Sabiduría Divina en haz de espadas, y reemplazar en el interior de los tondos las palomas del Espíritu Santo por  los Dolores  de Nuestra  Señora.
   Sea cual fuere el interés de estas remotas e hipotéticas filiaciones, lo más prudente es atenerse a los orígenes directos del tema que podemos situar en el tiempo y en el espacio con extrema precisión. 
 La devoción y la iconografía de la Virgen de las siete espadas nacieron en Flandes a finales del siglo XV. Fue Juan de Coudenbergbe, cura de San Salvador de Brujas, quien organizó la primera cofradía de la Virgen de los siete Dolores; y fue Margarita de Austria, gobernante de los Países Bajos, quien fundó, también en Brujas, el primer convento consagrado a Nuestra Señora de los Siete Dolores, y quien ofreció a la iglesia de Brou-en-Bresse un cuadro votivo que la menciona. Finalmente, es en un grabado dedicado a Carlos V, publicado  en Amberes en 1509, donde se ven por primera vez las siete espadas dispuestas en abanico.

   Este tema correspondía demasiado bien a las tendencias generales del arte patético de finales de la Edad Media, como para volverse popular. De Flandes marítimo, que fue su cuna, pasó a Francia y a la Alemania renana. Pero no se mantuvo inmutable: experimentó una evolución en la que pueden detallarse las etapas sucesivas de esta manera:
   Los Siete Dolores de la Virgen en principio están representados simbólicamente por siete espadas. Luego, cada espada tuvo un pomo ornamentado con un tondo que representa uno de los Dolores. Pero al final las espadas desaparecieron y la Virgen apareció rodeada sólo por una aureola de siete tondos.
1. Las siete espadas
   La agrupación de las espadas comporta numerosas variantes. En la mayoría de los casos, las siete espadas reunidas en haz atraviesan el corazón de la Virgen. Están, ya dispuestas en círculo, ya agrupadas lateralmente con la punta hacia arriba, cuatro de un costado y tres del otro.
   En el siglo XVII Van Dyck imaginó renovar esta composición disponiendo las siete espadas alrededor de la cabeza de la Virgen, como los rayos de un nimbo. Pero esta innovación no tuvo éxito.
   A veces, Cristo en el lagar forma pareja con la Virgen de las siete espadas.
2. Los siete tondos
   Este ovillo de espadas erizando el corazón o la cabeza de la Virgen tenía el inconveniente de ser poco plástico y, además, insuficientemente explícito. Los fieles deseaban saber cuales eran los dolores que habían atormentado a Nuestra Señora durante su «Compasión». Para satisfacer este deseo no había otro medio que reemplazar el haz de espadas simbólicas por tondos explicativos. En principio, se intentó combinar las espadas y los tondos; luego, la segunda versión, favorecida por el ejemplo del Rosario, acabó por eliminar a la primera.
   La Virgen está sentada al pie de la cruz, con las manos juntas o cruzadas sobre el pecho. A veces es una Virgen de la Piedad que tiene a Cristo muerto sobre las rodillas. Alrededor de ella los tondos historiados, dispuestos como las grandes cuentas de un rosario, evocan sus angustias. 
 Es el arte flamenco del siglo XVI el que ofrece los ejemplos más numerosos de este tema y de sus aspectos sucesivos (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).

lunes, 1 de marzo de 2021

Bibliografía: El yacimiento arqueológico nº 93 (Vereda de Guillena), de Burguillos en el libro "Implantation rurale antique sur le Bas-Guadalquivir", de Michel Ponsich, editado por el CSIC, en Madrid, en 1974.

   Mostramos en Historia de Burguillos los datos del yacimiento arqueológico nº 93 (Vereda de Guillena), de Burguillos, que aparece en la principal monografía dedicada al estudio de la arqueología romana del término municipal de nuestro pueblo. Se trata de "Implantation rurale antique sur le Bas-Guadalquivir" [Antiguo asentamiento rural en el Bajo Guadalquivir], obra de Michel Ponsich, editado por el Laboratorio de Arqueología de la Casa de Velázquez (CSIC), en Madrid, en 1974.
   Es una obra imprescindible para conocer la historia de nuestro pueblo en época romana, y por supuesto de toda nuestra comarca, y en definitiva el Bajo Guadalquivir. Fundamental para nuestro pueblo porque en él se detallan, nada más y nada menos, que 25 yacimientos arqueológicos enclavados en el término municipal de Burguillos, siendo el aquí descrito el nº 93 (Vereda de Guillena), que aparece en la página 89, y que pasamos a transcribir literalmente:

93 - VEREDA DE GUILLENA
                    ‎Coordenadas: 397,8 / 333,7.‎
                    Término        : Burguillos.
‎   Al sur de la carretera de Burguillos a Guillena, restos de antigua cantera, en un afloramiento de arenisca. Rastros de madrigueras, piedra de molino fálica para grano, inacabado. En los alrededores, algunos fragmentos de ladrillos romanos y azulejos.‎